LA FUENTE MÁS PURA DE LA METÁFORA: DE BESTIAS ESPIRITUALES A MÁQUINAS LEXICOGRÁFICAS


LA FUENTE MÁS PURA DE LA METÁFORA
DE BESTIAS ESPIRITUALES A MÁQUINAS LEXICOGRÁFICAS


Reza el supuesto idealista que en el principio fue el verbo; y, en efecto, la preminencia de la materia humana jamás hubiera alcanzado sus poderes transformadores sin el «logos». La fecundidad de la palabra nos hizo bestias espirituales dotadas de inteligibilidad, del diálogo y los imperativos de la contienda verbal; pero también de la insensatez discursiva y de las formas más repugnantes del retoricismo demagógico y la explosiva fraseología. O sea, desvaríos de la erudición y lenguaje de lo indecible.
El ser humano es un generador, repetidor, tergiversador y destructor de los contenidos significativos de las palabras; una máquina lexicográfica que trasmite y recibe signos denotativos y connotativos dentro de una complejidad comunicativa.
El tramado de las palabras —dice Evodio Escalante— se transfiere a las cosas y el de las cosas a las palabras, de modo que al rato ya no se sabe con claridad donde empiezan unas y terminan las otras. Desde la antigüedad más remota e inimaginable, las palabras se fueron acumulando gradualmente, transitando de una generación a otra hasta formar la memoria colectiva, consolidándose un sistema lingüístico complejo, un lenguaje articulado que fue perdiendo su conexión directa con la actividad real, fáctica, pragmática. Simultáneamente, se ampliaron los horizontes de cognición verbal con mayor aprehensión de la realidad racional, cohesionada por ideas (símbolos, signos, enunciados). La forma oral volcó en escritura.
En los primeros albores de la historia, el lenguaje únicamente se restringía a su función síquica rudimentaria, marcó el nacimiento del lenguaje escrito. Sin tal procedimiento, auxiliar y artificial, no hubiesen sido posibles la civilización y la cultura (un ejemplo típico fue el poema épico, como medio para ayudar a registrar la experiencia de la vida). Hubo la necesidad de crear o "inventar" el lenguaje para describir –codificar- los logros de la sabiduría (no se olvide que algunos dioses, profetas y chamanes eran la personificación del; verbigracia Palas Atenea en los griegos). Poco más tarde los hombres fueron educándose en el arte de la palabra (siglos VII y VI a. de n.e.), cuando las relaciones gentilicio-patriarcales, consagradas por la tradición mitológica, se tornaron hacia nuevas condiciones materiales y conceptuales. Entonces la ingenuidad mística de pasó a un segundo plano a causa del desarrollo de actitudes críticas, al delimitarse con precisión, más o menos relativa, los campos de lo verosímil e inverosímil. Luego la capacidad crítica del pensamiento se convirtió en autocrítica; la evaluación socrática marca este parámetro: "Sólo sé que no sé nada"; que equivale a decir que quien se erige como autoridad suprema de la sapiencia no es más que un cretino, pues nada vale la sabiduría propia. A partir de que el hombre adquirió capacidad crítica, o sea, independencia del intelecto como entidad individual, cuestionando y oponiéndose a los cánones y reglas establecidas, mostrándose capaz de guiar su destino sin la ayuda de oráculos, profecías, sacrificios de animales, u otras determinaciones mágicas que anularan cualquier intento de reflexión o autocontrol de la conciencia. "Toda mitología –apuntó Marx- controla, domina y configura las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y a través de ella; en consecuencia, desaparece en cuanto el hombre obtiene el dominio de las fuerzas de la naturaleza." Según las fuentes históricas, el lenguaje surgió hace aproximadamente 800 mil años, en la época del euhomininae heberer. Su punto de partida fueron los sonidos guturales representados por medio de la onomatopeya (ónima = nombre, y poiein = hacer, palabra que imita el sonido de las cosas para significarlas). Este sonido gutural simple marcó la primera señal abstracta del lenguaje como instrumento de comunicación y convivencia social; la interjección y los gestos, como reacciones emotivas del hombre primitivo, también constituyeron sus antecedentes. La oralidad de la palabra dio nacimiento a una de las herramientas más geniales de la humanidad: la escritura. En este proceso discursivo las cosas se ordenaron en abstracto, transformándose en signos arbitrarios y convencionales; y el mito cedió su lugar a la técnica. El orden mítico, ausente de gestos escriturales, limitaba el despliegue histórico, y, por ende, el dominio del mundo y el perfeccionamiento del saber. Hasta la teología sufrió una reducción terminología, asumiendo aspectos teóricos de especulación, mientras en el terreno de la imaginación pagana los poetas se dedicaron explotar el poder de la metáfora.
Porque un lenguaje también puede ser pictórico, figurativo o musical, por estar constreñido a expresiones de la vida artista y cultural. El lenguaje —dice Gramsci— debe ser «entendido no sólo como expresión puramente verbal que en todo momento se ve reflejada en la gramática, sino como conjunto de imágenes y modos de manifestación que no encontramos en la gramática».
Antes de la gran creación civilizadora, los hombres solamente se comunicaban espiritualmente —intuitivamente— con las fuerzas de la naturaleza, se abrazaban a la tierra y miraban al cielo sin comprensión racional de su infinita inmensidad. Las representaciones de los hechos eran precarias metáforas de una razón imaginativa que apenas saca consecuencias prelógicas. Fue el momento histórico en el que la palabra aún no caía en resbaladizo terreno de las dualidades y maniqueísmos, ni adquiría condicionamientos de poder transgresor y manipulador de las conciencias. Después de meras creencias y fantasías ociosas, la palabra dejó de un juego intelectual y, dando paso de la articulación analítica a la mediación del discurso político, se volvió entonces un medio portador de confesiones y culpas, elemento de control y seducción, de adoctrinamiento y exaltación.
En el orden simbólico que prevalece, la realidad se ha desplazado en metonimia y la palabra constituye la fuente más pura de la metáfora que la sustituye.
Somos deudores de los vestigios y de las hazañas del lenguaje.

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