GRANDEZA Y PEQUEÑEZ EN LAS OBRAS DE GABRIEL GARCÌA MARQUEZ


«MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES»

Gabriel García Márquez saca al mercado «Memoria de mis putas tristes» en el año 2004; novela centrada en los deseos de un hombre que al cumplir noventa años de edad se propone a fornicar con una adolescente. A simple vista podría tratarse de un asunto de pederastia en el comportamiento del personaje. Con una abstinencia sexual de veinte años, el protagonista quiere cogerse a chamaca quintita, es decir, una doncella o virgencita. Pero el ruco termina enamorado de la chicuilina y entonces el amor se vuelve sano, extirpando así la culpa de la tentación pecaminosa.

—Y ya.

En el libro «Memoria de mis putas tristes» la sublimación entusiasta del narrador colombiano no llega a tener la fuerza ni el encanto de las anteriores novelas, pero las sobrepasa en el valor social de mercancía. La expresión heterodoxa del titulo resulta seductor para el morbo; asegura los engranajes sicológicos en el organigrama de la compraventa. O ¿acaso el autor se ha servido del término «putas» para fijar otras demarcaciones que no sean las de un rótulo de propaganda?

—Los cambios de intención; lo que antes era un fin, hoy es un medio.

Además de afirmar que en el aracataquense se trasluce ya una ideología deslavada, Víctor Farías acota: «García Márquez, que había partido en búsqueda de la solidaridad y la dignidad humana, termina por describir la degradación como única alternativa fáctica. Descubre incluso la pederastia virtual de un anciano que celebra sus noventa años desflorando una prostituta aún niña. La joven, sacada de una novela ("el único libro por el que he sentido envidia") de un japonés suicida, es pobre, muy pobre. La negación de la solidaridad llega así a su penúltima fase de la espiral negativa» [Víctor Farías, Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”, El Mercurio, 24 de febrero de 2007].
Se acusa al «Guayabito» de merodear en la novela del escritor japacho Yasanuri Kawabata, «La casa de las bellas duermientes» y, guevonamente, usarla como trampolín para maquilar su broli. Y en efecto, el colombiano la ha trasvasado y adaptado a sus incumbencias literarias, apelando al inexorable principio de influencia, pastiche o lo que sea. Y ante las reacciones, don Gabrielín no ha cejado de aclarar que su novela, «Memoria de mis putas tristes», publicada en 1984, es un homenaje a la obra de Yasanuri Kawabata.

—Pues qué le queda decir al bato.



«EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA»

El ludismo de las alegorías y el deslumbramiento de las simbologías que se despliegan en las obras narrativas de Gabriel García Márquez resulta ser una experiencia decisiva para penetrar en el conocimiento de la forma de novelar que tiene en su narrativa el susodicho escritor colombiano. Se confirma la médula de excelsitud narrativa en el arte de novelar el mito y la literatura, de oscilar entre la innovación estética y la decrepitud posmoderna de las letras latinoamericanas; el exilio de lo real hacia lo fantástico, las meditaciones fantasmagóricas, el sarcasmo hacia los valores de sacralidad cristiana, las parábolas de la farsa y las alegorías ante la muerte de las utopías, la subrepticia agudeza critica del devaluado mensaje social que pocos ya escuchan o reivindican con decencia.
La injusticia de un pueblo, que puede estar localizado en cualquier país, se representa en la obra de una manera muy original y cargada de símbolos. El coronel, principal personaje de la novela, espera la llegada de una carta por un lapso de quince años. Su actitud es por demás absurda, ridícula y hasta de compasiva lástima. Se trata de la pensión de jubilación por retiro militar que el gobierno le prometió desde hace cincuenta y seis años, cuando termino la ultima guerra civil. La obra refleja la insensibilidad burocrática y la injusticia del gobierno que no le cumple a sus mártires. Mientras ilusamente espera su pensión, el coronel, viejo tesorero de la milicia, se dedica a criar un gallo que le pertenecía a su hijo Agustín, animal al que le prodiga sumos cuidados, al grado de privarse de sus alimentos para dárselos al gallo, símbolo de la lucha, la reivindicación, la venganza, resistencia del pueblo, desafío a la autoridad, la trasgresión al orden legal y de la libertad ante la opresión. En el entorno no suceden muertes naturales, todas son violentas, productos de la violencia y el estado de sitio. La censura periodística y cinematográfica es propalada por la autoridad eclesiástica, y por conducto del cura de la parroquia de la circunscripción de Macondo, el padre Ángel. El pueblo que se describe es una comunidad aislada que vive atosigado de angustia y perplejidades emocionales por los constantes estados de sitio que las autoridades decretan, toque de queda declarado a veces por simples caprichos. Los cuídanos que habitan la comarca pueblerina no tienen acceso a la información y les está vedado el derecho de reunión y discusión de las ideas políticas o moralmente incorrectas. La Iglesia constituye la fuerza regresiva y de represión, órgano censor de las ideas y principal agiotista en los negocios de préstamo pecuniario, aun en las cosas más sagradas como los anillos de boda.



«CIEN AÑOS DE SOLEDAD»

Mario Vargas Llosa —en el prólogo que redacta, por petición de la editorial Alfaguara para la edición conmemorativa— afirma que la grandeza de «Cien años de soledad» estriba en que se trata de una obra autosuficiente porque agota un mundo de ficción que el autor destruye después de edificarlo. «Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista». Y en sus elogios agrega: «La historia total de Macondo se refracta —como la vida de un cuerpo en el corazón— en ese órgano vital de Macondo que es la estirpe de los Buendía: ambas entidades nacen, florecen y mueren juntas, entrecruzándose sus destinos en todas las etapas de la historia común. Esta operación, confundir el destino de una comunidad con el de una familia, aparece en La hojarasca y en Los funerales de la Mamá Grande, pero solo en Cien años de soledad alcanza su plena eficacia: aquí sí es evidente que la interdependencia de la historia del pueblo y la de los Buendía es absoluta». Para Vargas Llosa la novela es un modelo global fragmentado en ciclos de evolución lineal (nacimiento, crecimientito y muerte): «Como la familia Buendía sintetiza y refleja a Macondo, Macondo sintetiza y refleja (al tiempo que niega) a la realidad real: su historia condensa la historia humana, los estadios por los que atraviesa corresponden, en sus grandes lineamientos, a los de cualquier sociedad, y en sus detalles, a los de cualquier sociedad subdesarrollada, aunque más específicamente a las latinoamericanas. Este proceso está “totalizado”; podemos seguir la evolución, desde los orígenes de esta sociedad, hasta su extinción: esos cien años de vida reproducen la peripecia de toda civilización (nacimiento, desarrollo, apogeo, decadencia, muerte), y, más precisamente, las etapas por las que han pasado (o están pasando) la mayoría de las sociedades del tercer mundo, los países neocoloniales».


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