ALMA DELIA MARTÍNEZ COBIÁN • CULTUROSOS CONTRA PARROQUIANOS


ALMA DELIA MARTÍNEZ COBIÁN
CULTUROSOS CONTRA PARROQUIANOS


«A mí,
las putas me gustan más que los espíritus
y los solitarios más que los borrachos
y los inteligentes más que los felices
y los perdedores más que los vanidosos
y los tímidos más que los gandallas
y los enfermos más que los abusivos
y los parias más que los chauvinistas
y los pobres más que los tacaños
y las enfermeras más que los mercaderes
y los maestros más que los burócratas
y los científicos más que los sacerdotes
y los relativos más que los absolutos.
Así es la miserable vida de poeta».

Estética práctica, Carlos López Dzur


RENTABILIDAD ESPIRITUAL PARA LA CULTURILLA LOCAL

En el recuadro de la última página del semanario «Bitácora», número 565, correspondiente a la edición del miércoles 6 de febrero de 2008, la directora de dicho hebdomario, Alma Delia Martínez Cobián, sin acotar al problema de «cultura» que le incumbe dilucidar, se apersonó con un articulejo de seráfica lamentación y que intituló «Cultura vs. Balazos. Paradojas de una ciudad enferma».
Sino le da este día cualquier sarna que rascar, pues los invito a chutárnoslo juntos, a efecto de sacarle algún recoldo letrístico o protoliterario. Y procuren no darle mucha sustancia a la risa porque el birote parece asunto serio.

La ruca empieza con un proemio en el que narra sus chocoaventuras culturosas del respectivo güíquen y, mediante un misticismo que pretende elevar a la categoría de crítica, se abre de capa y acepta la decapitación cotidiana del menjurje estético-cultural:

«Me preparo, como casi todos los fines de semana, para ofrecer otro evento artístico más en nuestro pequeño centro cultural enclavado en la zona de Otay Universidad» [Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

Monerías estéticas (literarias y musicales) se precisan en escena para deleite y congratulación de protagonistas y espectadores. Pero los artificios de la conciencia artística son insuficientes para jalar clientela culturosa. La pelusa prefiere los ritmos y tonalidades baratas, apartándose de los expresivos refinamientos de la sensibilidad estetizada como si se tratara de una bestia feroz con la que no se debe tener ningún contacto.

—Oiga, ¿y no se le vienen a la mente versitos inocuos, sin relevancia, y algunas onomatopeyas de los aplausos que se le aplaudieron al payaso en turno que salió a declamar sus notitas poéticas en ese «pequeño centro cultural enclavado en la zona de Otay Universidad»?
—Si es en la línea de herencia espiritual que se relaciona con los poetas de aquí y que ya sabemos quiénes son, entonces, te respondería con un .

A pesar del talento y la inteligencia, parece que no se comprenden las situaciones histórico-sociales y políticas que se viven. Lo digo por este primer arrumaco a quemarropa que la ruca lanza contra sí misma:

«Como todos los fines de semana, no estoy segura de si vamos a tener buena respuesta —que en nuestro caso consistiría en conformarnos con unos 20 o 30 asistentes que caben en nuestro reducido salón de usos múltiples—.»
[Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

—La verdad poética se vuelve algo secundario y pasa al trasfondo de las borracheras que se le anteponen.

Conformar un numeral de 20 a 30 asistentes es un ejemplo y síntoma de la brusca decadencia en que ha caído el arte. Ese linaje del drama-poético que procedía de Esquilo, Sófocles y Eurípides se ha vuelto un gargacho. La electricidad de la simpatía ha logrado conjuntar a una exigua asistencia de culturosos en el pequeño centro cultural de la mina en cuestión y, por lo que se avizora de lo antes leído, guarida para nobles pitofleros, seguro ha de ser ese mentado pequeño centro cultural que la ruca refiere. Lo admirable es la forma idealista en que se aferra, con uñas y dientes, a tal «negocio» que, a la vez, no es «negocio», solamente rentabilidad espiritual.

—Vaya manera de hilar el encanto con el desencanto. Una cotización de metáforas vale más que toda la firula que se capuchinearon los hermanos Salinas de Gortari.

Hay deformaciones que pasan inadvertidas, y he aquí la sintética descripción de su inmanencia laboral o pretensión ilusoria:

«”Desarrollo humano” es lo que ofertamos en La Escala y estamos completamente conscientes de lo que esto implica: “Eso no es negocio, mejor dedíquense a otra cosa”, es el consejo generalizado. ¿Pero qué pasa cuando uno no quiere hacer “negocio” sino simplemente vivir bien haciendo lo que a uno no únicamente le gusta sino le parece importante?» [Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

Rozamientos de sorda vecindad y de apartados signos sensibleros, cuando se prefiere el fruto podrido de las calamidades y el adictivo populismo antintelectual de la «onda grupera» y los correspectivos narcocorridos (llámese también menosprecio de los ignorantes hacia los asuntos de la cultura y las artes). Y, justamente, cuando la Alma Delia Martínez Cobián estaba a punto de convertirse en mártir de su causa, una cucaracha de alquitrán le arruinó el barril de miel:

«Paradójicamente, a unos cuantos metros de nuestro centro cultural, en la misma zona de Otay Universidad, todos los fines de semana los parroquianos que abarrotan un bar tipo “lounge” (es decir, no tiene mobiliario, sólo unos cuantos sillones y unas telas como adorno) desquician el transito estacionándose hasta en tercera fila y en no pocas ocasiones incluso en los camellones, sin que ninguna autoridad se asome por ahí para restablecer el orden» [Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

—Ni soñar; nadie de la cauda de secuaces del neopanismo tricolor va a mover un dedo para restablecer el orden, su responsabilidad social es un subterfugio.
—No permitas que esa cantina te ponga de mal humor.

Esa nota refiere al término “parroquianos” como una bola de pubertos cagazones, mocosos a quienes ni con mil cachetadas guajoloteras y nalgadas se les hace entrar en vereda. Casi, casi, es tal la aseveración por parte de nuestra condolida informante. Pero lo que viene a ser el «leitmotiv» del texto de la manola es lo que se «oferta» en ese bar tipo “lounge”:

«¿Lo que ofertan? Viernes de Rock en vivo y Sábado de bandas (al menos eso es lo que anuncian a través de unas lonas)» [ Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

Y sumergidos hasta las cachas en el chiribitil de la peda y bailongo, los baturros y las chicuelas se desbarrancan en las cutrerías de la hemiplejia ideológica, desafectados de las altas jerarquías estéticas y con mucha güevonería hacia las urdimbres de las bellas letras. La función real del control mediatizado para condimentar el ocio nihilista y de nula o escasa solvencia intelectual. Y con las formas de promover el arte y de hacer cultura la cosa pinta para lo peor. Síntomas análogos se encuentran en todos los recovecos y lugarejos culturosos a los concurre la fauna estética de la comarca tijuanera.

—Sin embargo, reivindiquemos la mesura de la justicia para los chalinillos, pues a veces algunas rolas del «Coyote», del Lupillo Rivera o de la Banda Guamuchil son consideradas «obras maestras», destinadas a una generación de melolengos que no lee y tampoco piensa.

Luego viene una sensación áspera y punzante que va más a allá de la simple competencia económica y de la inestabilidad ideológica:

«El bar en cuestión comenzó hace poco con un local más pequeño que el de nuestro centro cultural, y a escasos meses de abierto, dio para rentar un inmueble cuatro veces más grande ubicado a unos cuantos pasos del anterior. Y más sorprendente: aún, ahora opera ambos negocios que ya parecen ser insuficientes» [Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

—No hay qué ser, la pistiadera —como la poesía de hoy— es también un pretexto para manifestar desordenadas pasiones.

Y en efecto, una buena peda, vale también como arte, porque —como dijo Rimbaud— es un desarreglo de los sentidos y hasta da pauta para mejores alusiones de osadía sexual, además, que auspicia y motiva el encuentro entre hombres y mujeres o, si se prefiere, entre jotos y mayates. Seres alados e ingrávidos pueden ser los borrachines de fin de semana. La caguama —como el poema— fomenta un escapismo muy jubiloso hacia otros espacios; y ambos rompen el código tácito de la cordura y la desdicha. Pessoa decía que el arte nos libra ilusoriamente de la sordidez de ser; y habría que agregar que lo mismo sucede cuando nos ponemos una buena guarapeta (y, además, con la ventaja de no requerir la filiación estética, solamente la influencia etílica del agua loca).
Algunos chupaderos y congalillos tienen linaje de mérito, otros no lo tienen. Y no han escasear semejantes tugurios. Pero no hay que preocuparse si acaso se expanden como la corpulencia cilíndrica de una boa que se traga al becerro lepe; pues, su trascendencia y duración histórica se mantienen en cronometría con el carácter moral que manifiestan.

—Y a veces duran lo que dura un beso.

Resultados de la imaginación escueta para robustecer el elitismo culturero: se ha mantenido a la gente dentro de los límites de su condición social y cada quien reclama su puesto en el vendaval de las frivolidades y procura que sea en lo más alto de la escalera y lo más cercano a la mesa de los emparedados. Ante las limitaciones culturales —marcadas por el tradicionalismo rancio, el estancamiento, el carácter local del desarrollo y la ausencia de iniciativas individuales para crear un arte expansivo— también se podría optar por la apatía de los estoicos, no tanto en el nivel práctico material, sino en el nivel de la conciencia. Si el espíritu pudiera mover la materia, no habría necesidad de estos miserables desenlaces.

—¿Y cómo se genera el interés por los asuntos propios de la cultura en un terreno hostil a la poesía y a la literatura?

No con estrategias de difusión como, equivocadamente, suele hacerse, sino en razón de la naturaleza de las propuestas (concepción, sentido, fin, comunicación). Pero el compromiso es no servir con igualdad, pero sí de un modo sofístico y retorcido, haciendo creer en una riqueza ilusoria del arte y la cultura. Pero la raza no quiere «neolalismos artísticos», mucho menos —como dice Gramsci— si los neolalistas son unos imbéciles, es decir, juerguistas «que únicamente pueden revivir el recuerdo de un instante creador» (normalmente una ilusión, el recuerdo de un ensueño o de una veleidad) durante sus secreciones artísticas. Hay una estética con esa intención y espíritu; y, dando prueba de la ataraxia, aflora la infecundidad al plantearse la correlación existente entre cultura y sociedad.

«Paradójicamente, aun cuando estamos por cumplir 8 años de iniciar labores en nuestro centro cultural, en ese lapso no hemos podido abrir alguna sucursal, o cuando menos mudarnos a un lugar más céntrico (petición que reiteradamente nos hacen quienes vienen de zonas como Playas o La Mesa)»
[Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

—Conqué facilismo se pide lo que no se puede ni se quiere hacer. Ni un rescoldo de esperanza. ¿Será porqué no trabajan con el alma en la mano?

Hay quienes prefieren las muñecas de corte y se quejan de la violencia citadina. Mejor sería expropiarle a las catinuchas de mucha concurrencia sus referentes externos o aplicar estrategias funcionales para conquistar el favor del público, claro que sin mucha extensión en el pregón y sin diluir divisiones, sean éstas clasistas o cognoscitivas. Y que sea lo antes posible, porque el desinterés de la juventud por la actividad cultural ya anda que no cabe.

«No estoy diciendo que negocios de dispendio como esos bares no debieran tener éxito, lo que me inquieta es el desequilibrio. En comunidades con un sano desarrollo el solaz esparcimiento convive en igualdad de posibilidades con el divertimento masificador. Pero en nuestra ciudad, desafortunadamente el embrutecimiento es el premiado, tanto por el público consumidor, como por las propias autoridades, con todo y que la violencia es un cáncer comunitario que decimos querer erradicar»
[Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

—No permitas que ese pinchi chupadero te ponga de mal humor.

La ruca no levanta simpatías por los casquivanos y promiscuos aficionados al «divertimento masificador» como significación histórica de la perrada. Digamos que se trata de una especie de egoísmo epicureísta, porque los batos congaleros, sin vigor imaginativo y con buti torpezas expresivas, salieron más duchos que la culturosada.

—Pero, si dijeron, muchos merolicos y pitofleros que aquí en Tiyei no hay mendacidad cultural, porque esta pinchi ciudad está «llena de arte». Entonces ¿cómo está eso de que «el embrutecimiento es el premiado»?

Por otra parte, las explosiones violentas del cerebro también son como un cáncer comunitario. Así que no hay que hacerle mucho caso a la parafernalia mojigata y de nota roja. A esa escala de valores morales corresponde la escala de valores literarios. Por tanto, palabra y axiología descuellan en iguales circunstancias. La misma condición sosa, falsa y ridícula en parroquianos y culturosos. Porque el afectuoso instinto de inmoralidad también suele ser una necesidad o una variante sociológica para rehabilitar parcialmente las angustias y las frustraciones. O sea, frivolidad a flor de piel en ambos lados. Y es que la “frivolidad”, como dice Gramsci, «se ve a menudo en la necedad solemne: incluso se llama “frivolidad” en ciertos intelectuales y en las mujeres aquello que en política, por ejemplo, es precisamente la necedad y el provincialismo mezquino» [Cuadernos de la cárcel, tomo 3, página 22].
Dos frentes en colisión se han complementado en la demarcación común de los lares de la «Tía Juana»: culturosos y parroquianos, atosigados en una modorra colectiva que mana desde el cieno de la inconciencia. En uno y otro grupúsculo existen hábitos y elementos de cultura que les son comunes y que, en determinado momento, una vez agotados se han convertido en elementos de la incultura de un proceso social enmarañado, como el que señalaba Bertolt Brecht, «cuando la burguesía ya no es capaz de organizar la cultura, de modo análogo a como es capaz de organizar la producción; cuando nadie escucha ya las viejas conjuras, porque todo el mundo se ha vuelto sordo debido a los gritos de terror de los violentados y los hambrientos; cuando el amor a la paz significa debilidad y la bondad significa alto sacrificio; cuando los trabajadores, la enorme mayoría de la población, ya no pueden decir la verdad y han de escuchar la falsedad; cuando la nación se ha convertido en un objeto de desprecio y su servicio en un crimen; cuando los educadores son peones de los sepultureros, y la educación, sólo deja atrás adiestrados o ejecutados; cuando la enseñanza ya sólo beneficia al que enseña y perjudica al que aprende, y luego ya ni siquiera beneficia al primero; cuando la música acompaña al asesinato en masa, la novela lo ensalza y la filosofía lo fundamenta; cuando la corrupción ya no puede ocultarse y su eliminación ya no representa alivio alguno de la miseria; cuando la diferencia entre las cárceles y las viviendas de los trabajadores se ha hecho tan mínima que hay que introducir la tortura en las (primeras), para poder seguir asustando con ellas; cuando las virtudes han de pagar para compensar los crímenes de los de arriba; cuando la fortuna del pueblo es puesta a través de las guerra al servicio de la aniquilación del pueblo; cuando la guerra se ha convertido en la última escapatoria y ya no puede ganarse. En resumen: cuando la cultura, en pleno hundimiento, está manchada por todas partes ya no es casi más que un sistema de manchas, un vertedero de basura» [Escritos políticos y sociales, página 114].



LA INTRINCACIÓN CONCEPTUAL DE RUMIAR LA IMPOTENCIA

La autora del articulejo «Cultura vs. Balazos. Paradojas de una ciudad enferma», nos pone al tanto que su misión culturera estriba en ofertar «desarrollo humano» a través de los «eventos artísticos» que organiza en el «pequeño centro cultural» denominado «La Escala», y aunque no nos dice quién es el destinatario, es de suponer que las lecturas y recitales que se ofrecen en tal establecimiento, son para el gusto de la gente “culta” y “refinada”, y no para el individuo mundano y macuarro del pueblo llano (taquero, mecánico, maquilera, taxista, tameme, macegual o meyeque) que no tiene interés en cultivarse y le apasiona el chisme, la parlada callejera, la telecomedia, el futbol, etcétera (lo cual también forma parte del desarrollo humano).
Por tanto, cuando la ruca alude al concepto de «desarrollo humano» se refiere a la tradición de casta, es decir, intelectual, abstracta y libresca, acorde con las motivaciones de las llamadas «capas cultas» y sin difusión para la «masa inculta» de los estratos bajunos y vulgares. Es cierto, «desarrollo humano» es lo que la mina «oferta», pero bajo los postulados de la aristocracia culturera, elitista y clasemediera; necia diligencia del colorido engaño pequeñoburgués y del circunloquio preciosista. El esquema dual elite-masa es una forma de falsedad democrática en favor de individuos cínicos egoístas y corrompidos [Mills]. Y mediante el estilo de «desarrollo humano» se reacciona contra la pustulencia del populacho.

—¿Y para la chinchina?
—Nafin.

Queliace, porque —como apuntala el máster Carlos López Dzur en uno de sus poemas— «Lo bueno de estos seres uniformes / (el hombre de la calle, el obrero promedio, / el fulano de tal, el tío, joder, / que es un buenazo) / es que habitan en su esfera, / su circo muy fraterno / compuesto de familia y vecindario. / ¡Y no se meten contigo! pero, más vale/ que estés lejos, quieto, opaco, callado» [El sospechoso nato].
La Alma Delia Martínez Cobián es la personificación de la sensatez miope en una lucha limitada, cuando no estéril, y encerrada en el submundo de la cultura y abanderada con la absurda generalización de ofertar «desarrollo humano». Su reacción es un genuino agravio, una indignación subjetiva muy legítima de su parte. Pero, a la vez, es un tardío cipayo de reafirmación del «pathos» social de los individuos culturosos y de los grupos parasitarios, ponderadores de las excelsas virtudes del un culturalismo excluyente y elitista, predeterminado solazmente por expectativas individualistas. Un decorativo voluntarismo culturero sin talante, sumido en el ostracismo, y tan ligero que apenas deja huellas. Místicos y copleros sin «coram pópulo» que, con una envidiable paciencia de vieja solterona, aguardan (por «default») la llegada del tumulto pueblerino al submundo de las artes.

«Ni modo. A quienes tenemos el humanismo como proyecto de vida, nos toca navegar contra la corriente…» [Alma Delia Martínez Cobián, «Bitácora», página 8].

Sutilezas del corazón, evaporadas en un fatídico «ni modo».Y la burguesía se complace y se carcajea de sus genios literarios, de sus productores de arte, ajenos a la realidad, porque su libertad artística sólo se concretiza cuando hay disociación entre el esteta y la sociedad. Se tiene al «humanismo» como proyecto de vida. Pero ¿será al modo de los viejos humanistas? Es decir, deliberadamente mimético, como arquetipo eterno, como una travesía hacia el pretérito. Y si es así, resulta entonces una preocupación escolástica decadente, una convicción mística de formalismo palabrero. El principal y gran problema es que la cultura se impone desde la cúspide, como una especie de truco para convertir a bufones en reyes. Hay un signo opresor en la sintomática atmósfera cultural de los falsos dilemas: la gran desdicha de nuestras almas. En tanto que el destino de la cultura es babilónico: hacia ninguna parte. Y en su versión facilona y degrada —empaquetada «for export»— se reduce a kitch.

—Yo que tú, mandaba el mundo a la mierda y me colgaba del pirul más alto.

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