PREVARICATO CULTURAL Y BÁCULOS DEL MECENAZGO
PREVARICATO CULTURAL Y BÁCULOS DEL MECENAZGO
Los organismos oficiales del mecenazgo artístico y las instituciones públicas y privadas, regenteadoras de la cultura (que Bertold Brecht denominaba la mierda en el palacio del perro), en voz de sus achichincles y adalides, repiten la patochada de que sus principales atribuciones son promocionar —coordinar y financiar— de manera equilibrada la pluralidad artística (montar conferencias, talleres, exposiciones, etcé).
Trabucación de la verdad, lo único cierto de tal engañifa son los báculos del mecenazgo, estipendio de migajones pecuniarios, destinados a subvencionar a una cáfila de vividores y zánganos de la colmena culturosa; y, como punto obligado constatar lo anterior, consúltese la página güeb http://www.cecut.gob.mx/apromac/lista2003.htm.
Significativo es todavía el «apadrinamiento», doctrina social de la caridad en la que se traduce la actividad elemental —y en que coincide— la agenda del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA). En esencia, se trata de auspiciar a gorrones y arribistas con el dinero del pueblo mexicano, cuya verdadera motivación no es la creatividad artística en sí misma, ni la convicción de contribuir al desarrollo cultural de la sociedad, sino perpetuar el parasitismo culturoso. Y los intelectualillos, gracias al bondadoso apoyo becaril, se sienten impelidos, no a retribuirle a la chinchina popular ese malgasto que desembolsan, sino a lograr el inflamiento egotista, el reconocimiento y el éxito comercial. Esa es, en realidad, la gran aventura de los hacedores de arte y productos culturales. Sueñan con ser chinguetas y lograr un repunte de admiración al margen de toda disciplina y capacidad estéticas. Y los peores ejemplos los tenemos por trocadas. Son más que menos los escritores, pintores y poetas que sobrepujan la peor quincalla letrera, productos indignos y de apocada virtud, pero en un mundo regido por las apariencias, tales hechuras trascienden como si en verdad fueran auténticas obras de arte. Las mediocridades, las medias tintas y las insultantes cursilerías son las que se imponen de manera sucia y tramposa. Ciertas manifestaciones y formas de la cultura, expresiones de una superestructura que en tiempos precedentes no se determinaban por la sociedad o por factores de la economía, actualmente han quedado reducidos a una condición histórica inmediata y obras de arte de reciente factura adolecen ya de formas metahistóricas porque fueron sometidas a la inmediatez política, ideológica o económica. Peor que antes, el fenómeno cultural continúa degradándose como rehén de la estupidez, a merced de la inanidad. A la cultura la han convertido en un bien inasible, trucada en un vil prevaricato cultural para beneficio de un puñado de cretinos que buscan el lamparazo publicitario a costa de la sumisión. Las mismas infamias de antaño se siguen engendrando en el presente, sólo que bajo el ominoso signo de la ética de mercaderes que no distingue ya la diferencia entre los libros y las prendas de lencería.
Complicidad del mafioso elitismo parasitario y de la patanería burocrática. El arte —poesía, pintura y literatura— ha quedado reducido a expresiones enajenadas que lo apartan de sus propósitos humanos; emanación de «objetivación objetivada» en un proceso de alineación que lo contrapone a sus verdaderos fines: el arte ya no es arte. Se ha enajenado su esencia, en el mismo sentido que alineación da forma a la propiedad privada. Solo queda la abstracción, el fetichismo y la ilusión. La literatura, bifurcada hacia el desprecio del ciudadano común y hacia la frustración del mismo escritor que no consigue proyección colectiva, es ahora un modo de expresión que, estéticamente (o sea, espiritualmente) no aporta nada a la redención del la estupidez y su apertura crítica, si acaso la tiene, se exterioriza como un cliché. El trabajo humano por medio de la palabra se ha vuelto un producto «cosificado» y apartado del conglomerado social; los artistas, más que hacedores de arte que dignifique al arte mismo, parecen técnicos en porcicultura, emisores de una mercancía poco asequible para el vulgo y la perrada. Hay en ellos una velada malicia de exclusión, de rechazo, de sensibilidad atrofiada por la indiferencia y el desdén. La «intelligentzia», creyendo que hace bien, se aferra a perpetuar la apolillada tradición de casta, y, concientes o no, se vuelven mezquinos porque apologizan la concepción de una cultura abstracta, individualista y libresca. Lo anterior viene a colación por la desfachatez y el cinismo con el que actúan ciertos literatos y académicos ostiones que se han prestado al prevaricato cultural.
No hay equilibrio lógico que evite la contradicción porque el arte ya no es una expresión tributaria de la realidad, la mentira ficción es ahora la verdadera realidad, pero realidad mal deglutida con estilo seco y decadente; denso tejido simbólico, atufado de existencia estigmatizada por la turba veleidosa, utopista y soñadora, que equipara la idea con la muerte y que no tiene empacho de convertir a la ciencia del joven Marx en una porquería de empatía emocional. El arte de hoy, que se disipa en las turbulencias de la sublimada lucha de clases contemporánea, es un espiche de de representaciones mentales, símbolos y fantasías tranquilizadoras que justifican y legitiman un mundo de relaciones opresoras y humillantes, es como una droga emancipadora de angustias ajenas.