LENGUAJE CIFRADO, TEXTUALISMO Y FRASEOLOGÍA


LENGUAJE CIFRADO, TEXTUALISMO Y FRASEOLOGÍA

Leimotiv del textualismo: la estrategia es discursiva, es decir, política y en cuya esencia está la fraseología que denunciaba Kart Krauss como continuo traqueteo de la lengua: «la cosa ha sido podrida por la fraseología. La época hiede ya a “frase”. «La fraseología —escribe Ernest Fischerhace desaparecer la diferencia entre un idiota general, un libertino capitán de caballería y un soldado moribundo, haciendo de todos ellos héroes». En la literatura sirve muy bien para justificar la grafomanía mediocre e inflar los talentos de menguada calidad. El sistema de la gran retórica para la funcionalidad social, para la sustancia sin verdad, para la multiplicación de equívocos. En el trasfondo son imposturas, falseamientos y ocultamientos de la materia hablada que ya ha perdido sentido.
«En situaciones de crisis históricas parece que domina la tendencia a retener mediante un lenguaje cifrado o bien mediante fórmulas tradicionales a un mundo que va de camino hacia lo desconocido. Surgiendo, de este modo, por una parte, un dogmatismo que se aferra a fórmulas tradicionales, y que prefiere liquidar a la realidad antes que al edificio doctrinario; por otra parte, un ser hermafrodita, a base de positivismo y misticismo, un hacer valer sólo a lo inmediatamente percibido, un reconocer, como si fuera la única realidad, a lo cifrado, al símbolo, a la imagen ambigua. Este hablar en ciframiento es algo característico para muchos escritores de entre los escritores de más talento en el mundo capitalista; esto permite permanecer en la indeterminación e irresolución, y significa correr un velo de enigmas a lo banal; un estado de suspensión en el espacio, en lugar de tener un punto de vista , como expresión de una decepción general , de una desesperación común, como rechazo conciente de todo lo que recuerde lo más mínimo a una forma de agitación que todo lo simplifica» [Ernest Fischer, Literatura y crisis, página, 166].
Tal parece que delinear con precisión teórica es algo prohibitivo, anteponiendo la sacralización de lo no-inteligible y la refundición de la incoherencia en el ejercicio verbal. La parte más vital proceso de entendimiento lingüístico ha sido absorbida por las nuevas dicotomías «antiliterarias» que, desde principios del siglo XX, se iniciaron con el dogma del «caos». La negación de la afirmación de las primeras vanguardias —que representaban una protesta liberadora en sus inicios, y que acabaron como viejas chancludas reaccionarios— acabó en aquello de detestaba, en falsa realidad. El famoso «rollo chino» de Julio Cortázar terminó convertido en un papel de escusado. El despiadado escrutinio crítico se convirtió en su reverso mismo, en un ilusionismo retórico y de pantalla. Nació entonces la suprarrealidad emotiva en y el callejón invisible de las antinomias quedaron atrapados en sus propias contradicciones los viejos renegados de los movimientos (políticos, sociales y culturales) y corrientes de avanzada estética. La primera línea de demarcación la trazó Nietzsche cuando mandó al basurero tecnológico el expediente completo del «caso Sócrates». Secundaron a la revalorización nietzscheana de los instintos irracionales los primeros vanguardistas europeos (dadaístas, surrealistas, y futuristas italianos), descoyuntando los rígidos valores y preceptos de la vieja guardia (ideológica); luego, después de una lentísima caída de transición entre guerras y posguerras, vinieron los alquimistas de la «deconstrucción posmoderna», abriéndole camino a la superstición y a la ignorancia. Se desfondaron los signos de la creación en una horrenda catástrofe que parecida a una monumental carpa de circo, más risible y repugnante que el teatro de la metafísica antigua que imperaba como organización lingüística y reproductora de ideas o concepciones del mundo. Las acciones humanas en que circundaban la anarquía y su caos condescendieron en simpatías y filiaciones ante los convencionalismos burgueses, confundiendo a los difuntos con los vivientes. Después de Becket y los existencialistas ateos el golpe ya estaba dado, luego vino la castración con los luditas seguidores de Lacan, Barthes, y Foucault, quedando el artista reducido en un pobre eunuco, el filósofo en un charlatán teledirigido, el pintor en un acartonado diseñador de objetos basurientos y el poeta en un maniquí del soliloquio que ya no tiene literatura.
En el rumbo que se sigue no hay nitidez y se engrupa cualquier la mierda como obra de arte. La presunta revolución antiliteraria, ayer impetuosa de fuerza trasmutadora, hoy es una garnacha de esnobistas y de oscurantismo delirante.

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