GAMBERRISMO OFICIAL Y PARASITISMO CULTUROSO


GAMBERRISMO OFICIAL Y PARASITISMO CULTUROSO

Con una penetración crítica, en la página 46 del capítulo 4 del libro «El sepulcro de los vivos», el creador de la novela dialógica, Fedor M. Dostoievski, y de la infinita variedad de los asuntos humanos, señala algunas notas descriptivas de la gallofa parasitaria. «Sí, mendicantes innatos, no retiro la frase. En nuestro pueblo existen, en efecto, y existirán siempre seres desgraciados cuyo destino es el de ser mendigos toda su vida y permanecer bajo el dominio o la tutela de alguno, especialmente de los pródigos y de los ricos advenedizos. Todo esfuerzo y toda iniciativa es un peso demasiado grande para ellos. Viven, pero a condición de que no han de emprender nada por su propia cuenta, de que han de servir y ser gobernados siempre por la voluntad ajena, de que han de obrar en toda ocasión por impulso y por cuenta de otro. Nada puede hacerles cambiar de situación ni aun en las circunstancias más inesperadas y favorables: han de ser siempre pordioseros. Estos desgraciados los he encontrado en todas partes y en todas las clases sociales hasta en el mundo literario, y se encuentran también en los establecimientos penales».
En tiempo y lugar diversos, se pueden hacer cambios en el reparto estelar y aplicar en paralelismo directo la cuadratura sociológica en algunos personajes emblemáticos del «jet set» cultural fronterizo que, de sobrada manera, comulgan en ese gamberrismo como «receptores» de morlaca becaril y beneficiarios de la ayuda oficial que proporciona el estado. Figurones que, en su mayoría, en prioridad de lo formal y en detrimento del contenido, son llamados a parir una obra en los fueros del estipendio institucional, creyendo que el Centro Cultural Tijuana (CECUT), el Instituto de Cultura de Baja California (ICBC) o el Instituto Municipal de Arte y Cultura (IMAC) son casas de beneficencia pública. Culturosos que necesitan el bálsamo de la oblata para que vibre su talento. Pero otorgar becas a cambio de mediocridades es una bofetada a los cachetes de la miseria. La cultura es concebida como una mercancía y sus productos insertados en la corriente deslizante de la libre circulación de bienes. El estado protege y fomenta la creación y difusión de bienes afines a sus intereses, por lo que la estética se convierte en un factor de rentabilidad política. Pero el financiamiento siempre se desvía hacia derroteros, decantándose en los grupúsculos o mafias culturales. El presupuesto nacional destinado a las áreas de la cultura y de las artes tiende a beneficiar a las tribus allegas al poder político institucional. Las políticas culturales, prácticamente diseñadas al garete, cumplen la función primordial de solventar a supuestos mendigos para que realicen un trabajo artístico que deberían llevar a cabo sin necesidad de incentivos, pues es esa actividad que libremente ellos han escogido.Y a pesar de que reniegan del estatismo ideológico, se aferran seguir como mantenidos y gorrones del gobierno. ¿Porqué se empeñan a estar en esa condición de pediches? ¿Será por conchudez o porque son víctimas de una angustia provocada por la libertad competitiva? Libertad a la que prefieren renunciar en aras del tutelaje oficial y de magras carroñas que les arroja la benefactora burocracia cultural o, en su defecto, la burguesía empresarial. Lo cierto es que apelan al mecenazgo justificando su parasitismo en concepciones anacrónicas y actitudes obsoletas. Ademas, poseen viveza camaleónica, pues si se les provee de recursos para desarrollar su trabajo artístico no chillan ni patalean, pero si dejan de mamar se indignan y comienzan echar mierda, quejándose del abandono e indiferencia de las instituciones. Entonces sí, es cuando los talentos se vuelven subversivos e hipócritamente atacan la política cultural que los cobijaba. Pero si reciben las limosnas deciden guardarse para otra ocasión las soflamas y los bramidos de inconformidad en contra de su proveedor de “apoyos”. Y como la cultura que se oferta, y que en realidad es como un «paraíso sin manzanas», opera desde una correlación de fuerzas de dominación, su función social se encuentra sometida a la necesidad histórica de organizarla y dirigirla. La clase dominante les delega el gran mando de la «quintaesencia», la cosificación de las antinomias, la ilutación de los sentimientos discrepantes, proveedores de la ideología cuyos métodos de trabajo aun se adaptan a las tonalidades de la antigua picaresca. Se exaltan los principios y los valores de una cultura netamente falsa, una opinión hueca y fetichizada que reposa sobre la idea de una opinión pública prostituida y vendida al mejor postor que se maniobra como mentira generalizada. Desde las jefaturas de política cultural institucionalizada se erigen las imbecilidades de lo «políticamente —ahora— incorrecto» en complicidad con la burocracia corrupta, barones del consenso estatal y la elite cultural que parte el queso. El cordón umbilical que los une es el dinero en forma de patrocinio o apoyo cultural, en intrusión particular de becas para los miembros de las tribus y capillas selectas del submundo del esteticismo huero. Los incentivos para el pueblo se destinan a las elites en un régimen que se precia de democrático. Plutocracia disfrazada d democracia en la superestructura de opresión y disenso político. Y la propaganda deviene como un recurso ideológico para sublimar la paradoja desde el centro hasta la periferia. La jerarquía piramidal y corporativista domina las particularidades de la voluntad general facilitando la colaboración y fabricación del consenso. Se debilita en contorsión dialéctica la funcionalidad colectiva y el individualismo hace añicos el interés público y colectivo. Lo imaginario en suplencia de lo real y prevalece la fantochada abstracta como verdadera realidad. Una sola realidad económica para todas las clases sociales.
Se repite de nueva cuneta la vieja concepción jusnaturalista: Todo es de todos y todos son iguales ante la ley, y bajo la mística hegeliana todos los derechos particulares se configuran en el interés general, la solidaridad como idea absoluta del estado.

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