Ay, baboso, mira nomás lo que te vas a comer
—He tenido meses de mucha angustia, Éktor. Paco, mi marido, ya ni siquiera se fija en mí. Estoy muy triste, pero lo que me consuela ¿sabes qué es?; que, desde que te conocí, tú y yo hemos hecho buena química. ¿Tú me entiendes, verdad?
—Sí, sí, doc... perdón, Raquel.
—La culpa es que yo me casé con mi marido sin que hubiera amor. Tú nunca te enganches a alguien si no hay amor verdadero; eso es lo más importante.
—Tiene razón en lo que dice, pero hay mujeres que son capaces de embrujar a los fulanos con tal de atraparlos, los entoloachan.
—Es muy cierto lo que afirmas. Hay gente muy mala; y casi por lo regular el toloache lo ponen en los alimentos. Por eso es bueno que antes de ingerirlos se rece una oración para protegerse. Es un rezo fácil: 'Señor, bendice estos alimentos. Yo te lo pido.' Con esas palabras, veras que nadie te embruja.
—Las tomaré en cuenta, Raquel. Gracias.
La doctora estaba ensimismada en sus pensamientos. Había un completo silencio en la madrugada. Yo le daba la espalda mientras preparaba las siguientes bebidas, entonces ella me rodeó con sus brazos la cintura y repegó su rostro debajo de uno de mis hombros; enseguida me dio un beso en el cuello. Me di vuelta para responder a su caricia y vi que la ruca, ni tarda ni perezosa, ya estaba más puesta que un nuevo calcetín de cartero callento; desnuda me afocaba el mono; completamente bichi se abalanzó sobre mi calaca y, abrazándome, sin que lo manifestara, pedía una zarandeada de tanates debajo de su tarántula.
—Ay, baboso, mira nomás lo que te vas a comer —me dije—. Te voy a dar lo que quieres, mamacita.
Ya no hubo palabras que pronunciar, nada nos dijimos. Debido a la excitación que nos invadía, nuestros cuerpos eran los que hablaban sin hablar •