Durante algunos días le pusimos cola al mariachi de la ruca
Aquí
les va la túrica de un chusco suceso que presencié en mis años mozos
cuando empezaba la faena abogadil. Una ñorsa me solicitó los servicios
de representación legal para que le tramitara su divorcio. En cuanto la
clienta me expuso el problema supe que se trataba de un caso que en el
ámbito leguleyo les nombramos «frankesteins».
En aquellos años empezaba yo apenas trinearme en la litigada y la novatez e inexperiencia lo conducen a uno a aventurarse más allá de los límites de nuestra profesión. La demanda de divorcio debía estar amparada bajo la causal de adulterio, y en ese tiempo dicha figura jurídica tenía que acreditarse mediante prueba plena y directa (hoy, con las reformas al Código Civil el asunto es una papita, pues lo tribunales en materia familiar admiten ya los medios de convicción indirectos para probar la pretensión jurídica, o sea, que es válida la simple presunción).
A lo que me refiero con todo este rollo es que la citada causal, fundamento de la demanda, requería de prueba contundente, así que el cónyuge culpable —adúltero— necesariamente tenía que ser cachado arriba del guayabo, Y debía yo como abogado presentarle al juez los elementos materiales de convicción pertinentes; esto es pillar al marido infiel en plena faena cogelona y tomarle una fotografía o película para hacer factible la prueba idónea. Así que tuvimos que recurrir a las artimañas de Perry Meison y durante algunos días le pusimos cola al mariachi. Seguimos al ruco, haciéndole plantón donde quiera que caía, hasta que llegó el momento y lo tronamos en un cuarto de hotel. Y lo torcimos en el preciso instante que estaba ensartenes con una jaina.
Previa firula de por medio, el chalán de hotel no aflojó la llave del cuarto y en cuanto abrimos la puerta, mi acople comenzó a disparar los flashazos sobre el par de calenturientos para presentarle al juez las fotos como medio de probanza de la causal invocada en el juicio de divorcio.
Lo más ridículo y patético fue cuando el cónyuge libertino —no obstante que su calzón y tramado hallaban en sobre el piso— hacía las intentonas para sacudirse la culpa; y, mientras la ñora le echaba en cara tal desvergüenza, el ruco negaba los cargos; juraba y le perjuraba a su esposa que no estaba haciendo lo que ella creía haber visto. —«¡No, mi vida, no es lo que tú crees. Déjame que te explique, todo es un malentendido!», le decía el cabrón vaquetón a su guaifa, tratando de convencerla.
En aquellos años empezaba yo apenas trinearme en la litigada y la novatez e inexperiencia lo conducen a uno a aventurarse más allá de los límites de nuestra profesión. La demanda de divorcio debía estar amparada bajo la causal de adulterio, y en ese tiempo dicha figura jurídica tenía que acreditarse mediante prueba plena y directa (hoy, con las reformas al Código Civil el asunto es una papita, pues lo tribunales en materia familiar admiten ya los medios de convicción indirectos para probar la pretensión jurídica, o sea, que es válida la simple presunción).
A lo que me refiero con todo este rollo es que la citada causal, fundamento de la demanda, requería de prueba contundente, así que el cónyuge culpable —adúltero— necesariamente tenía que ser cachado arriba del guayabo, Y debía yo como abogado presentarle al juez los elementos materiales de convicción pertinentes; esto es pillar al marido infiel en plena faena cogelona y tomarle una fotografía o película para hacer factible la prueba idónea. Así que tuvimos que recurrir a las artimañas de Perry Meison y durante algunos días le pusimos cola al mariachi. Seguimos al ruco, haciéndole plantón donde quiera que caía, hasta que llegó el momento y lo tronamos en un cuarto de hotel. Y lo torcimos en el preciso instante que estaba ensartenes con una jaina.
Previa firula de por medio, el chalán de hotel no aflojó la llave del cuarto y en cuanto abrimos la puerta, mi acople comenzó a disparar los flashazos sobre el par de calenturientos para presentarle al juez las fotos como medio de probanza de la causal invocada en el juicio de divorcio.
Lo más ridículo y patético fue cuando el cónyuge libertino —no obstante que su calzón y tramado hallaban en sobre el piso— hacía las intentonas para sacudirse la culpa; y, mientras la ñora le echaba en cara tal desvergüenza, el ruco negaba los cargos; juraba y le perjuraba a su esposa que no estaba haciendo lo que ella creía haber visto. —«¡No, mi vida, no es lo que tú crees. Déjame que te explique, todo es un malentendido!», le decía el cabrón vaquetón a su guaifa, tratando de convencerla.