«Todo lo que escribo está cargado de dinamita. Mientras tenga fuerza y entusiasmo cargaré mis palabras con dinamita. Sé que mis verdaderos enemigos, los tímidos y los arrastrados, no se enfrentarán a mí en un combate justo. Sé que la única forma de entrar en contacto con ellos es alcanzarlos desde dentro, por el escroto, tiene uno que subir por dentro y retorcer sus sagradas entrañas» Henry Miller
21 de agosto de 2012
«el poeta que arrastra las patas»
«el poeta que arrastra las patas»
El Juan José Martínez de la Cerda, alias «el poeta que arrastra las patas», es diestro en la capacidad de fingir la afición hacia lo bonito, hacia lo suave; y poniéndose la máscara de lo afable y el disfraz de la melindrería; y cretinamente asumiendo los buenos modales y el trato social exageradamente refinado, modoso y lisonjerose, engañándose él solo se coloca la careta de la credulidad y el postizo de un ser tiernamente humano en el que deviene la sublime “inspiración”, y claro está, de sensaciones abstractas y con sus correspondientes disimulos, fingimientos y reservas mentales. Posturas forzadas de la ñoñería y del retraimiento, artificialmente maquinadas desde los fueros de la hipocresía. Y en esa facultad de “vibrar”, el pendejo se hace hogaños de falsa ternura.
Pero... como en el bien se deja ver el mal, el Diablo le disputa a Dios su carne y, más pronto que tarde, se descubre el tarascazo, el moretón en el cachete de la virgen, el jedor de la carne podrida, el orificio de la puñalada trapera, la miseria moral... la neta del planeta. Y es que este cabroncete hace —tanto de saliva como de grafías— constantes alusiones a las bondades del espíritu, a la generosidad espontánea, a la ternura humana, a los valores positivos y a las buenas costumbres; pero todo eso es caterva de palabrería insustancial, blofería de patán que en sus relaciones conyugales suple el cortejo con la brusquedad del macho; y que se alebresta cuando su pareja —en turno— menciona los derechos de las mujeres.
Entonces las estridencias ya no suenan con tonos y semitonos de cadencia poética; detrás del arrobamiento decoroso se halla el vituperio de doble filo y, en lugar de una compensación de elogios, la esposa recibe jiricuazos entre cachete y oreja; le grita «¡fuckenbicht!»
—¿Y ella? Inexpresiva, sirvienta conformista y con la autoestima medio muerta. Y el culero, despótico no sólo con la segunda esposa, también fue tiránico con la primera guaifa.
Ambas muchachas se pasaron y desperdiciaron algunos años de sus vidas en degradante servilismo (tres: la primera y la segunda: ocho), soportando las pujas de humillación y maltrato del poetastro, trabajando para mantener al zángano y marchitándose tras una rutina soporífera entre el «ir-y-venir» de Tijuana a San Diego; limpiando patios, lavando platos y misereando en restaurantes. Mientras el hombre, bregando sus prestigiosas tareas, atendido y mimado por una esposa-segunda-madre; y él, tan satisfecho en su edípico retorno.
En otros tiempos y circunstancias eran otros los detalles que el mantecoso poetastro anunciaba en el proemio de su vitrina bloguera denominada «Letras de cactus» [http://deljuan.blogspot.com/]; cuando su alma todavía era presa de vapores pasionales.
Tripeen:
«Letras de Cactus ©2004 Poetry with a Mexican accent • Juan José Martínez, poeta y traductor, vive en Playas de Rosarito con su esposa y sus hijos. Y es muy feliz. E-mail soldecactus@yahoo.com»
Tortuosidades del amor y humanidad mutiladora. Es «el poeta que arrastra las patas» de la índole de aquellos que aman de a mentiritas. Esa felicidad fue una impresión pasajera, una emoción que duró muy poco.
El infeliz, que vocingleaba ser muy feliz, es de muy poca pupila para guipar lo que ocurre en el mundo, entonces que no reprima sus impulsos y descargue en sus ventorrillos poéticos todo aquello que trae metido en las entrañas. Que pague su gasto y se deje de pedanterías y de bobadas, que aquí no caben disimulos ni farsas de atildadas emociones. Que escriba una poesía honesta y sin pañoletas de halagos a las prójimas.
—Porque ni como poeta es lo que aparenta; y como cabrón, tampoco.
Y, en efecto, este cachafaz de la literatura enana ha sido escribiente de versitos pachudos desde que tenía la edad de veinte años y, en ese ínter, con cuarenta abriles y mayos encima de su calaca, no ha mostrado un ápice de evolución en los cuadriles de las letras, a pesar de las jactancias que escupe para hacerse notar en la rueda de la existencia. Y, saleroso, pretende engatusar con la terne soflama de poeta y traductor. Pero lo cierto es que no tiene actividad alguna de provecho; se distingue por su pasividad, conchudez y por ser un «bueno-para- nada».
Fingiendo una elevada «ascesis», el Juan José Martínez de la Cerda—mejor conocido con el motete del «poeta que arrastra las patas»— señorea cretina y estólidamente que la güevonería y el parasitismo deben perdurar en comunión permanente con la poesía (o, mejor dicho, con la fístula de cursilerías que este gordo mantecoso considera que es elocuente poesía). Y cada mañana, al despuntar el alba, se confiere él mismo las virtudes cardinales de un «superego» lírico; y que, en realidad, se trata de un autodistanciamiento de la conciencia para paliar sus propias culpas y sublimar (aplastar) las pulsaciones de un superyó edípico.
Dicho en términos escuetos, lo anterior supone que para autoconsumarse en divo de la «poetiada» se requiere la condición de zángano. Y claro está, también es necesario escribir versitos inocuos e inofensivos y crearse “valiosas” amistades de literatuelos de similar corte y confección (igual de ambiguos, pandrosos, gorrones, oportunistas, cobardes y lambiscones). Todo sea para diferenciarse de los demás y adquirir réditos simbólicos (popularidad, prestigio, apoyo), diluyendo la contingencia histórica y viviendo en un estado de interdicción política.
Pero con objetivos muy precisos, tendientes a transformar en privilegios sociales y estatutarios su condición de lúmpenes y seres improductivos.
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