"ESTA RUCA HIZO TODO ESTE PANCHO NOMÁS PA QUE ME LA FLETARA" / Un cuento medio colorao


Un día de no-me-acuerdo-qué-año llegué a una escuela preparatoria –en Tiyei- a pedir trabajo de tícher. La escul todavía opera con la razón social –o giro comercial- de Instituto Educativo del Sagrado Corazón de Jesús. Ahí me topé con la profa Raquel, directora académica y licenciada en derecho. Una ñorsa que frisaba los cincuenta y tantos años de edad (casi pegándole a los sesenta, aunque bien conservada; lo digo porque la ruca tenía las nalgas bien paradas; aguantaba dos que tres cholasos); guapa, alta, esbelta, cabello corto y teñido de rubio escarlata, con lentes a la John Lennon y con la piel a punto de convertirse en hotel de arrugas.

Previo el protocolo de rigor, necesitado de chamba, le mostré mi currículum; la ruca lo leyó, mientras yo estudiaba la geografía de su cuerpo (eso es de rigor en un macho; te voy meter la verga, mamacita, pensaba yo). Enterada de mis antecedentes académicos, me citó para que me presentara la semana siguiente. Y el día que la vi nuevamente, ultimamos detalles acerca de la asignatura que iba a impartir y sobre el número de de clases. Luego conversamos sobre asuntos referentes a la vida personal tanto del uno como del otro. La maestra era un ser bípedo a quien le sobraban las desdichas. Confundía los dictados de la Providencia con los caprichos del azar. A veces se confundía y no sabía quién era ella; la fatalidad le daba mil nombres. Era perversa e ingenua. No había forma de definirla porque la virtud que mide la moral estaba sucia


[No hay vicio u orfandad que no hayan nacido del bien. Cualquiera que sea la virtud todo acaba en una estúpida frivolidad, en una conducta desenfrenada].


Me contó, entre otras cosas, que estaba a punto de divorciarse porque su marido le era infiel. Lo único que yo pude agregar era que lo sentía y que era una lastima que su esposo no valorara la calidad su cónyuge.


[Decíamos lo contrario: la hiperactividad es la matrona de todos los vicios. El mal y el bien son, al fin de cuentas, incentivos morales de igual proporcion].



Una tarde la profa Raquel llegó muy alterada a la escuela y por más que trataba de disimular el problema que traía, su semblante la delataba. Le pregunté si en algo podía yo ayudarle y me contestó, agradecidamente, que una vez que terminara de dar mis clases la esperara para conversar. Intuí que se trataba del algún problema de índole familiar. Y así fue, pasadas la nueve de la noche la profa Raquel nuevamente me agradeció que la hubiese esperado para platicar. Salimos de la institución y nos dirigimos a una café internet ubicado cerca de la escuela. Después de aludir una serie de pormenores a cerca de mi existencia, verbigracia: que yo le había caído bien; que había despertado confianza en ella; que le recordaba a un novio que había tenido en la preparatoria, etcétera, etcétera. Por mi condición de viejo lobo, tinto viejo en el oficio, de volada deduje que las intenciones de la profa rebasaban los lineamientos de una simple charla o peticion de consejos.

Dado que la ruca era beata de hueso colorado, ya entrados en gürigüiri y el chacoteo y medio le recité de memoria pasajes de la Biblia (específicamente lo relativo al libro de Job), que había macheteado en mis tiempos de monaguillo. La maestra quedó encantada con los churros místicos que yo le aventaba. Después de que terminamos de parlar, y dado que yo no traía carro, la señora se ofreció a darme un raite a mi cantona. Por supuesto que acepté, no sin antes rechazar tal propuesta jugándola al cochi con maldiojo, y desde luego dándole gracias por tal cometido, después de hacerme el interesante. Abordamos su vehículo y durante el trayecto me pidió, de favor, que si podía acompañarla al departamento que habitaba para recoger ciertas cosas –ropa y libros-, ya que después de la conversación que tuvimos había tomado la decisión de mudarse de dicho lugar para irse, por un tiempo, con su madre mientras conseguía un sitio donde residir. Obviamente acepté a ayudarle y nos dirigimos al citado departamento. Cuando llegamos al lugar la profa se puso muy nostálgica debido a que empezó a hacer remembranza de los años felices que vivió durante su matrimonio; veía las fotografías de su boda y le brotaban las lágrimas. Yo me sentía consternado ante tal situación y lo único que le decía era que se tranquilizara y que ya no llorara. La abracé tratando de consolarla para darle ánimo. Me dijo que se sentía muy sola porque su esposo la había abandonado haciéndola menos –y cambiándola- por una jovencita de veintitantos años.

Después me enteré que la amantona del marido de la profa era nada más y nada menos que la secretaria del ruco. Entre moqueo y moqueo, la profa, de forma reiterada, me decía que sufría mucho, mientras yo la consolaba con abrazos y arrullos. De pronto, la profa acercó su rostro al mío, parecía que sus labios buscaban mis labios. Yo me desconcerté (momentáneamente), y pensé: "esta ruca hizo todo este pancho nomás pa que me la fletara" (anda urgida por un paliacate, sincho). Y en efecto, así fue. Después que nos besamos y nos manoseamos recíprocamente, procedimos a desnudarnos. Una vez que yo me quité la camisa comenzó a besarme el pecho; me desabrochó el zíper del pantalón y agarró mi pene fuertemente; lo apretujaba y lo meneaba, y una vez erecto, comenzó a lamerlo. Estrepitosamente me chupaba la verga, desde la glande hasta debajo de los huevos. Mientras daba lengüetazo tras lengüetazo, yo me deleitaba gozaba, mandando a chingar a sus madres a todos los filósofos y teólogos como Platón, Orígenes, San Agustín y santo Tomás y sólo alcanzaban a pensar: "qué puta es la maestra"

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