LOS PODERES SINCOPADOS DE LA DESINFORMACIÓN


LOS PODERES SINCOPADOS DE LA DESINFORMACIÓN

Del contenido informativo que difunden los pápiros, hay quienes dicen que la mitad es mentira y la otra mitad se la inventan. Y en cuanto a la veracidad, basta con invertir el sentido de la noticia, y más, todavía, si se trata de un medio de prensa burgués, enquistado en intereses políticos y personales. Las notas, artículos y reseñas periodiqueras que se elaboran en la talacha papiresca proceden de especialistas en la escritura rápida y superficial; lo cual significa que sus contenidos informativos son deficientes y no pocas veces de omisiones tendenciosas.

—Los gacetilleros, en la medida que se especializan en su chamba, se vuelven más improvisados, más braveros al redactar la nota.

El máster Antonio Gramsci anotaba en sus cuadernos carcelarios que el diario se aproxima mucho a la oratoria y a la conversación. Los artículos del periódico son, habitualmente, apresurados, improvisados; se parecen muchísimo a los discursos públicos, por la rapidez de la argumentación y de la ideación. En los términos en que se garrapatean las notitas informativos de la mayoría de las pápiros se avizora que en tales condiciones cualquier pelagatos de poca sesera puede ser periodista.
En un periódico, dada su función histórico informativa es difícil distinguir el aspecto comercial del ideológico, y tal conjetura no requiere prueba, sus grandes tirajes lo dicen todo. Importantísimos factores que permiten la eficacia del plan comercial de un medio de difusión impreso en papel son: páginas, diseño, columnas, características de la columna, líneas, densidad, número de caracteres, tipografía, diseño, linotipo, nitidez, cuerpo, cabezales, etcétera. Lo que más interesa a los dueños o accionistas de una empresa periodística es, en primera instancia, asegurar la vendimia y la continuidad de la misma, pero su éxito o prestigio radica en su vertiente ideológica; es decir, en satisfacer una necesidad intelectual del lector-consumidor y, al mismo tiempo, cumplir con las directrices (léase intereses) políticos del grupo social hegemónico. Si no se cumplen estos dos últimos requisitos el papirucho está destinado al fracaso o a la marginación automática. Sólo en esas condiciones es posible crear el concepto mediático de «opinión pública».

—Pero ¿qué es la opinión pública?

La prensa difusora de los intereses de la clase dominante y propagadora de las mistificaciones burguesas, que no se atreve a violar los principios rectores del «sancta sanctorum», como decía Nicolás Ulianov Lenin, para taparle el ojo al macho reserva solamente algunos espacios mínimos para pavonear la existencia de la libertad de expresión, y se abstiene de emplear los medios de información contra «los verdaderos portadores del mal», porque «la libertad de prensa pertenece al registro principesco burgués». Esa es la causa por la que padece una proclividad a evadir las raíces del problema, y a través del crisol de sus intereses de clase fluye la nota informativa, la imposición del mensaje por medio de sofismas y juegos de palabras. [Lenin, Cómo deben ser nuestros periódicos, en Obras completas].
Armand Mattelart señala que la información da la oportunidad de anclar en la realidad la formación ideológica. «El discurso burgués, en efecto, no otorga individualidad e identificación a los grupos sociales y revela ser el propio inventor del abstraccionismo de su taxonomía: opinión pública, masa, ciudadanía, y en definitiva pueblo» [Los medios de comunicación en un proceso revolucionario].

Al anular y ocultar tendenciosamente ciertos aspectos de un hecho real se disloca la verdad, y, una vez fragmentada en una cadena de impresiones, se sustituye por una veleidad de juicios sustentados por simples lucubraciones, prejuicios y datos falseados. El sensacionalismo y lo espectacular como materia prima de un discurso vacío; se banaliza la realidad porque se enjuician los fenómenos socioculturales con escaso o nulo intelecto y con fines meramente espectaculares. Síntomas comunes en las relaciones humanas cuya interacción se moviliza con roles y pautas virtuales y que suele ser reacia a extirpar lacras ancestrales como la intolerancia y el egoísmo. Enlaces de un proceso emocional sustentado en modelos puramente imitativos e irracionales que apuntan a una expresión y representación fetichizada y a la que suponen como reproducción fiel o más o menos objetiva de una realidad subsumida en un discurso grupal. El escarnio, la burla, la chanzoneta, la crueldad y el mastuerzo dan unidad a la ciclotomía (complejo de acusación) disgregada y sin coherencia ideológica. Puntos de partida de artículos y textos mediatizados que a la perrada le sirven como una guía de opinión para justificar y habilitar una antropofagia simbólica, un ritual donde los unos se comen a los otros. De tal forma que el discurso ya no puede ser concebido como un conjunto de signos lingüísticos, sino como un medio para engrandecer el ego personal o colectivo, chingar o inflar.
Acto de simbiosis con el que se pretende adquirir virtudes que no se tienen, imponer un hipócrita código moral, remover las fibras sentimentaloides y alcanzar la satisfacción o placeres sincopados a costa de la desinformación. Conformismo artificial y ficticio de la fatua ingenuidad de papagayos, como refería don Antonio Gramsci. La actitud mental que vislumbran el comentario copiado, no es consecuencia, aunque podría darse el caso, de la incapacidad de articular criterios no imitativos o de posibles daños en la corteza cerebral, el origen de esa impotencia de activar la máquina del discernimiento radica en posturas ortodoxas programadas desde los cánones funcionalistas de y los clichés alienantes que se bifurcan en sectarismo malsano y estruendosas intrigas pedantescas. Adquirir conciencia —dice Armand Mattelart— no significa latearse (tan es cierto que el burgués puede reírse de sí mismo con la condición de no conocerse). La burguesía ha creído monopolizar la risa. Alcanzó a hacerlo en el ámbito de lo frívolo. Pero el circo se marginó, con la bohemia».
Disertaciones que son burbujas de palabras carentes de eficacia práctica y que en grado de mayor exaltación genérica de “imparcialidad” de los universales escolásticos —que hoy todavía identificamos como valores de «transparencia» de la información, «libertad de expresión», «secrecía de fuentes», «búsqueda de la verdad»— son solamente entelequias que pregonan los representantes oficiales de las iniciativas abstractas para vender o desviar las conciencias. Sin embargo, acepto los fetiches, pues a mí me enseñaron a respetar las quimeras, siempre y cuando fueren propuestas de innovador empuje y no premisas de porvenir dudoso. Lo digo porque no siempre es la coherencia la que triunfa; regularmente —y por desgracia— suelen ser las acciones elásticas y mediocres las que salen avante, debido a que cumplen muy bien su compromiso con el idealismo.

—O sea, el que se va con la rama de laurel es un don nadie o un esnobista...
—Mientras aquellos que permanecen en la retaguardia y en los rincones oscuros de la fama son gente como Joaquín Fernández de Lizardi o Francisco Zarco.

Jamás de los jamases el periodismo debe tener por objeto lograr «una verdad absoluta». Ni siquiera a ciencia tiene verdades absolutas; su madre, la filosofía, desde los tiempos antiguos en que fue creada por Tales de Mileto, se propuso tal cometido, sin lograrlo a la fecha. Y, tocante a los hacedores de las noticias, no solamente los pelagatos o pericoperros alcanzan baños con las aguas bautismales para decir que son periodistas, comunicadores, informadores o gacetilleros.

— ¡Aaaaah! Y que conste: éste último vocablo no lo aplico en sentido peyorativo, sino en grado de sinonimia.
—Pero sí hay quienes lo consideran como calificativo defenestroso.
—Pues ese ya no es mi problema.

Otro dato: creo que al adjudicarle a alguien el calificativo de «gacetillero», en sentido positivo, me excedo porque su auténtico significado corresponde a un periodista de muchos huevos, a un progresista, avanzado, revolucionario, contestatario. Y para demostrarlo recurro a la historiografía. Antes de que se promulgara en México la Constitución de Cádiz de 1812, Joaquín Fernández de Lizardi, en El Pensador Mexicano, pápiro del cual fue su fundador y editor, escribe al virrey Francisco Javier Venegas pidiéndole que derogue el decreto del 25 de julio de 1812 en el cual «se condena a la última pena a los jefes o cabecillas, a los oficiales de subteniente arriba, a los eclesiásticos del estado secular y regular que tomasen participación en la revolución y a los autores de gacetas o impresos incendiarios...».

—Así que, no por ver un gato negro quiere decir que existe la bruja.

Ejemplos claros existen para dar fe de la manera en que se deshilacha la figura del periodista cuando el aprendizaje de su profesión no es fácil o se ejerce a la bravota. Y para dar chirrín con llave, remato con esto: hay cabrones que mejor prefieren estarse cogiendo una puta que dilucidar chingaderas como las que aquí adobo.

Y, otra cosa: siento informarles a los dolidos que mi trabajo escritural lo realizo con base en mi propio criterio y convicción, y no a petición de nadie, ni con especulaciones pundonorosas de doble moral, ni a la usanza sensacionalista.

—Dispuesto a arremeter con juicio de rigor, soy irrespetuoso pero no intransigente.

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