LA SOCIEDAD DE LOS TRASEROS


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Al analizar y documentar con perspicacia las lacras de las instituciones fantasmagóricas, el máster Raúl Prieto de la Loza, en su libro «Madre Academia» (editorial Grijalbo, 1981), acertadamente apunta que «México es un país que hizo una revolución para darse gobiernos de contrarrevolucionarios, es un país que emprendió la reforma agraria para que los hacendados porfiristas fueran sustituidos por los pequeñopropietariolatifundistas, y es un país que instauró la democracia para fundamentar a la plutocracia oligárquica más hipócrita de la historia» [La Academia Naca, página 684].
Y son pan de cada día los practicismos clientelistas que agudizan la desigualdad social y los privilegios, como en los vaivenes de la cultura oficial prevalece todavía eficacia de sugestión para estimular e impulsar los perendengues de la «intelligentzia» alquilada a la distrófica razón de estado. O sea, una «práxis» político-cultural de astucia mezquina y de fariseísmo intelectual que —sin desvalorizar las correspondientes virtudes de sus obras literarias— pudiera encontrar sus primeras ramificaciones en figuras del calado de Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno, Federico Gamboa, pasando por los actuales “intelectuales orgánicos” como Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Homero Aridjis, Fernando Benítez, Héctor Aguilar Camín, Hugo Hiriart, Rolando Cordera, Adolfo Castañón, Sealtiel Alatriste, Víctor Flores Olea, Ignacio Solares, Arnoldo Graus, Jorge Volpi y un fárragoso etcétera.
Desde el sexenio de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) se hizo alarde de fomentar y promover en favor la sociedad mexicana una cultura democrática, crítica y popular. Y prueba de ello fue que, en 1973, la Secretaría de Educación Pública, a través de la Dirección de Información y Relaciones Públicas, sacó a balcón un folleto titulado «Los intelectuales, las instituciones de estudios superiores y el Estado Mexicano», en el que destacan (con la evidencia ocular de flachazo fotográfico) gran parte de los intelectuales «orgánicos» que, cegados por el «aufklarung» del cesarismo echeverriano, se extraviaron en el asilo de los invidentes y los mudos.
Y entre los señorones prebendados y coptados en el protectorado de esa galerna, so pretexto —idiota, ingenuo o farsesco— de llevar a la práxis la XI tesis de Febuerbach (o sea, transformar al mundo de sus antípodas clasemedieras), quedaron matriculados para la complicidad indirecta de la ignominia, los chichudos que a continuación arriban a pasarela: Rodolfo Usigli, Juan O’Gorman, Luis Sánchez Medal, Antonio González Ochoa, Isaac Costero Tudanca, Federico Bracamontes, Eugenio Méndez Docurro, Julio Bobadilla Peña, Roger Díaz de Cossío, Leopoldo Zea, Rufino Tamayo, Raúl Anguiano, Ricardo Martínez, Carlos Chávez y Pablo González Casanova, entre otros que no dieron causa de desaire ni se atrevieron tan siquiera a sacudirse sus propias moscas (verbigracia: Fernando Benítez, José Luis Cuevas, Carlos Fuentes).

—Como las matronas que arrullan a sus hijos y los cachetean cuando se portan mal, así se condujo Luis Echeverría con ellos.

Y he aquí, tipografiada la hilaridad de las emociones de un escritor que alguna vez se creyó comunista y que no tuvo reparos en arrastrase ante los pies del señor presidente y daba espectáculo de mísera ofrenda.

«Siento que en esta solemne circunstancia no sólo debo dar voz emocionada a mi agradecimiento personal por el palio de honor que se extiende sobre mi cabeza y las de mis hijos —tan limpiamente mexicanos todos— y nos dispensa una grata y refrescante sombra, sino que me convierte a la vez en un deudos obligado a corresponder de algún modo, a la altísima distinción que hoy recae en un hijo de emigrantes europeos, mexicano de primera generación que h dado lo bastante para agradecer la savia, el alimento terrestre que ha permitido vivir, y a ser libres, de todos los hombres del mundo. Por eso solicito la venia de usted, señor Presidente, para confiar a una institución fiduciaria la mitad del monto del Premio Nacional que se destinará a la creación de una beca para jóvenes poetas dramáticos que tendrá por nombre Beca México Teatro» [palabras de Rodolfo Usigli, Los intelectuales, las instituciones de estudios superiores y el Estado Mexicano, página 30].

El sexenio de bonapartismo echeverruiano fue un periodo de conversión de infieles y en el que brotaron a chorrazos gigantescos los manantiales de mentiras y de abyección demagógica. Moros y cristianos, patricios y manumitidos, fueron metidos a la misma barcaza, saboreando por adelantado el estipendio y perdiendo el último tren de la dignidad tercermundista. A los rejegos que le turbaban el sueño, el tlatoani los mandó como embajadores a lejanos países de África o Asia; y a los más quisquillosos e indomables, les reservó una carraca en la chirona y a otros, sencillamente, los reventó en sangre y mierda.
Venderse como putas baratas, equivale a lo que el máster Leopoldo Alas Clarín, denominó la falsa gárrula de la filantropía moderna; la alianza nefasta con el poder —trabajada en complicidad recíproca— mediante una gruesa costra ideológica de metafisica para soliviantar (y no enfrentar) los problemas pragmáticos de una sociedad que al tambalearse se saca provecho personal de las conmociones que se sufren.

—Como el degenerado que se aprovecha de una mujer completamente ebria para saciar sus apetencias lúbricas.

En los pasajes que siguen se encontrarán fragmentos de las alocuciones que escupió Luis Echeverría para solazarse de tal contubernio:

«Reuniones como estas deben ser oportunidad, señores y señoras, para hacer hincapié en algunas preocupaciones de nuestros días, en que el Estado Mexicano necesita de la colaboración y la opinión independiente y crítica de la comunidad intelectual y artística de nuestro México» [palabras de Luis Echeverría Álvarez, Los intelectuales, las instituciones de estudios superiores y el Estado Mexicano, página 50].

Y una vez incubada la estratagema del truco político, viene el zarpazo que aguijonea la pata de palo de la vanidad:

«Cuando la nación premia a sus intelectuales, a sus científicos, a sus hombres de letras, reconoce lo mejor de sus esencias. El concepto de héroe en una sociedad moderna ya no puede ser el que nació en la época medieval, sino que debe referirse a quienes proporcionan a la sociedad instrumentos para su liberación, para la elevación de su espíritu» [Mario Moya Valencia, Los intelectuales, las instituciones de estudios superiores y el Estado Mexicano, página 90].

La concertación entre el echeverriato y la «intelligentzia» fue un asunto de cotización en el que influyeron predisposiciones que ya estaban trazadas por la situación histórica del momento; y el motivo de tal maridaje no era la búsqueda estética-cultural (o sea, moral) por la vía de la cosificación y el fetichismo. Para usar palabras de la escuela de Francfort, no fue un proceso de “identificación” masoquista con los “agresores” tecnológicos colectivistas, como sucedió en el caso de los intelectuales que participaron en la procesión triunfal de Carlos Salinas de Gortari. El consenso aún se nutría con los determinismos volitivos de las viejas ideologías y el sistema político funcionaba a través de un habilidoso y vulgar populismo, aplicado al hecho económico y que aparentaba ser una versión latinoamericana del «welfare state», vinculada a una retórica choricera, a un tupido discurso de embaucamiento nacionalista, más próximo a la estructura que a las superestructuras (anacrónico ya para nuestro tiempo) que recurría a interpretaciones fraudulentas del marxismo legal para legitimar a la burguesía dominante como un bloque dirigente democrático. Y el trabajo de los teóricos y cabezas pensantes, consistió en disfrazar a los manejadores del aparato estatal en «turiferarios de todos los santos consagrados del capitalismo», como los llamaba Gramsci. Todo el sexenio echeverrista fue «globo hinchado de retórica demagógica» con la raída bandera del izquierdismo cuchupletero, moldeado alrededor del sistema presidencialista e igual de sangriento y corrupto que los posteriores y sucedáneos gobiernos.
Pero hoy —gracias a la amnesia vacía del «yo» genérico y a la uniformidad benéfica de la cultura y las artes— ha nacido el antiminotauro, un monigote de la pequeña burguesía que, secundando la virtud que recomienda Mahoma y piden los Evangelios, busca un amo que le patee el culo.

—O sea, que se lo fabiruchee.

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