¡Todas las mujeres son iguales!

La habitación esta cargada de mal humor; es un preludio avisando que las cosas entre los enamorados se van a poner feas, color de hormiga. El huésped parece un león enjaulado que se niega a comer la carne de burro porque ya probó la de gladiador.
Esa noche el batillo soñó con serpientes y perdió los estribos cuando su amasia llegó con una cara que anunciaba que había tenido sexo con otro macizo.
—"¿Dónde estabas?"
—"Salí con la Natacha a tomar una sangría."
—"¡Sangría la que te voy a sacar del hocico! ¡No me mientas! ¡La Natacha estaba en su casa y en ningún momento salió!"
La ruca no dijo nada, se quedó absorta pensando que había sido pillada de ingenua, víctima de un cuatro. Y en efecto, la Natacha con una astucia que la misma serpiente bíblica envidiaría, semanas antes había aceitado la máquina de la perfidia planeando reventar los delgados hilos de la relación disfuncional. Supo convencer a la jaina y presentole un tipo, paisano suyo (lamento haber olvidado su nombre), quien al darse cuenta que la mujer del batillo cachudo tenía un alma infantil no le fue difícil bajarle la luna y las estrellas.
El bato, vestido con una ridícula piyama que una de sus sectaristas le regaló el día del estudiante, sólo abría la boca para decir maldiciones y groserías.
—"¡Dónde chingados está la mujer que decía tener ojos sólo para mí?" —furioso y como poseído gritaba—:
—"¡Si ahorita tuviera a mi alcance una pistola, te juro que te la encañonaba en el entrecejo y te la vaciaba! ¡Todas las mujeres son iguales!".
Debido a los esputos, gritos, maldiciones, ofensas, improperios, bofetadas, aruñones y tortazos, la historia de marras se enreda en lo indescifrable. Y Omito exponer otros destellos purulentos que parecen sacados de la poesía maldita.

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