3 de julio de 2013

nuestro glorioso himno nacional mexicano



¿Quién más puede llegar a compartir la burrada esa de que los sones patrios de la mayoría de los países de América Latina descienden de La Marsellesa? Como bien se sabe, el himno francés es un inflamado cántico, producto del movimiento práctico de 1789, que nace de la efervescencia —auténtica— de la multitud revolucionaria y que, tres años después, Rouget de Lisle traslada al papel. El engendro mocho y de nota roja al que llaman nuestro glorioso himno nacional mexicano, es una desorbitada alabanza al granuja de Antonio López de Santa-Anna y al pillo de Agustín de Iturbide, y no obstante su devaluación histórica, todavía opera como una infamia con la que le siguen chingando la borrega a los inocentes chamacos; un revestimiento ideológico para reforzar el concepto crepuscular de nación. Las diferencias entre ambos himnos son abismales: el de los franceses es de factura ascendente, o sea sale del pueblo; mientras el himno mexicano es el resultado de un decisión mediatizadora, dictada desde el poder como conciencia individual y abstracta, o sea de arriba hacia abajo.

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