HAY QUE CALENTAR LA HORNILLA ANTES DE HACERLA ESTALLAR



El capital —dice el viejo Marx— es la potencia económica de la sociedad burguesa que lo domina todo. Opresión y explotación, superabundancia y pauperismo; y las clases, estamentos y grupos, corrompidos moral y socialmente. Concretamente, «el capitalismo —dice Rubén Zardoya Loureda— sigue siendo el régimen de la esclavitud asalariada y de la marginación social, de la sumisión de la sociedad y los individuos a las leyes de la producción de plusvalía; sigue siendo la forma de organización de las relaciones entre los hombres que se construye sobre la contradicción flagrante entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación; el espacio de la concentración y centralización progresiva de la riqueza, la propiedad y el poder[...], de la conversión de los productos de la actividad en fuerzas hostiles e incontrolables que oprimen a sus propios productores» [Gramsci y el capitalismo contemporáneo].
La «tranquilidad interna», o sea, «el grado y la intensidad de la función hegemónica de la clase dirigente», se ha convertido en un bramido de miedo, cólera e impotencia. Y después de unos tantos centenares de cadáveres triturados, hasta ahora el carnicero se ha dado cuenta que el molino de carne que manipulaba es una máquina infernal que escupe plomo y corta cabezas.
Los victimarios ahora se dicen víctimas y oficialmente se han puesto al servicio de la lucha contra la peste que días antes ayudaran a difundir entre cuchareros, pillos y socuchos de la última broza.

—Y no les extrañe que además manifiesten responsabilidad ciudadana como buenos pedagogos de la moral y las buenas costumbres, cuando en un pasado no muy mediato aleteaban la leperada, el sahumerio con olor a mota y hasta estornudaban por el trasero.

Caballeros dicen que no, caballeros dicen que sí a la ornamentación del crimen. La violencia se ha convertido en una causa de sí misma y la intervención selectiva del estado sólo representa para las bandas y organizaciones criminales una restricción eventual que ha causado dispersiones y reacomodos, pero no su eliminación o expugnación.

—Y la violencia tiene que hacerlo a uno productivo, aunque se pierda la sensibilidad y la fantasía.

Las cosas son perecederas, la vida circunstancial; y la sociedad burguesa se compone por dos tipos de personas; las que dicen que en alguna parte de la ciudad han tronado un picadero o una tiendita, y las que se lamentan por haberse enterado demasiado tarde del domicilio de tal puchadero. Y «esta clasificación —afirma Karl Krauss— tiene la ventaja de que se realiza también en una misma persona, al no ser en esto decisivo el hecho de que sea contradictoria la manera de ver las cosas, sino sólo las circunstancias y consideraciones del momento a la hora de elegir un punto de vista u otro» [Moralidad y criminalidad].
Malandros —de bajo y alto rango— acreditaron sus señoríos vinculándose a las estructuras del poder político, descollándose además, con la profusión de los billetes sucios y fortunas malhabidas, como socios inversores de los reputados miembros de las confederaciones patronales y los gremios empresariales. Mientras tanto, el grueso de la pequeña burguesía se ha tirado de cuclillas a lamberle las botas a la soldadesca y ruega por la militarización de su terruño para que se violen las mismas leyes que se supone se deben de respetar.
Muchos soñadores, ilusos, ingenuos y caraduras hablan de la violencia y la criminalidad como si tales fenómenos derivaran de fuentes ajenas al sistema que los ha engendrado; como si se trataran de monstruosos inventos, creados por seres que no tienen pinta ni vela en los entierros del conglomerado social. Las antípodas de las contradicciones y conflictos que dan origen a los acicates de la violencia también se explican por los alcances simbólicos; y si nos remitimos al pasado mitológico de las sociedades precolombinas, encontramos que allí hasta los dioses se alimentaban con sangre.

—Octavio Paz decía que la vida se prolonga en la muerte; y los ilustrados monjes de la cristiandad argüían que la muerte es la puerta para entrar al reino de los cielos.

En el poder acarreador de la muerte, ¿quién lleva la voz cantante de la guerra, el terrorismo, la violencia, el asesinato y demás atrocidades? Sabemos quien recibe el sebo derretido de las veladoras, pero no precisamos con certeza al dueño de la culpa; porque —como le comentaba Kafka a Janouch— aunque sepamos que «el hombre gordo domina al pobre en el marco de un sistema determinado. Pero él no es el sistema en sí. Ni siquiera es él un dominador. Al contrario: el hombre gordo lleva también cadenas... El capitalismo es un sistema de dependencias, que van de dentro para afuera, de fuera para dentro, de arriba para abajo y de abajo para arriba. Todo es en él dependiente, todo está encadenado. El capitalismo es un estadio del mundo y del alma...».
La esencia metafísica que subyace en el acto criminal se disuelve en la rutina social y desemboca en una tesis de poder que subvierte la moral burguesa. No es una suerte de «weltanschauung», pero su aplicación práctica destruye valores, altera idiosincrasias, compra conciencias, etcétera; y sus efectos síquicos se trasladan al proceso social para encontrar fundamento y justificación en cuestiones muy prácticas y concretas, es decir, objetivos inmediatos que revisten el carácter de crimen (organizado o desorganizado, según sea el caso).
De acuerdo con la idea naturalista de la realidad, si dos fulanos «A» y «B» carecen de empleo, están en la vil ruina y no tienen expectativas laborales en la estructura formal de las relaciones sociales de trabajo; uno podrá resignarse a no robar, a no secuestrar o no despachar a un tercero a la tumba; en cambio, el otro quebrantará la ley y cometerá delito.
Aunque la voluntariedad del segundo repugne, su intención es más firme y de mayor energía para afrontar la vida que la del segundo, que sin chistar se queda en el miserable atolladero que la moral burguesa le ha reservado y que de nada servirá para satisfacer sus necesidades más elementales. Y aquí sale a colación Wilhelm Reich cuando decía que «todo lo que actualmente se llama moral o ética esta, sin excepciona, al servicio de la opresión de la humanidad trabajadora».
Cuando muchos vivos queden reducidos en muertos— el crimen (como sinónimo de homicidio o dolosa privación de la vida) ya no tendrá ese carácter refractario de «causa eventual», desposeyéndose tanto el asesino y su comisión homicida del rasgo de ser un «un hecho excepcional» de la existencia cotidiana.

—O sea, esa «situación» a la que Raymond Chandler en su literatura negra, metafóricamente, comparaba con «una papa de cuatro kilos o un ternero con dos cabezas».

Chandler apuntalaba en su novela «Un largo adiós» la metafísica del acto criminal como inmanencia del mal:

«Un asesino es siempre irreal en cuanto uno sabe que es un asesino. Hay gente que mata por odio, o miedo o codicia. Están los asesinos astutos que planean y esperan salir bien. Están los asesinos violentos que no piensan en nada. Y están los asesinos enamorados de la muerte, para quienes el asesinato es una clase de suicidio remoto. En cierto sentido, todos son insanos...».

Si el pesimismo cósmico ya no se cura con la homologación de las catáforas epizóticas de la blenorragia, y en sus afiebrados cerebros se están muriendo las ilusiones, entonces pídanle a la ciudad les ayude a soñar sus pesadillas; y que siga con sus troquelados ritmos fronterizos y desenfrenos binacionales, que al cabo ningún matón es superior al incestuoso Caín, al negro Otelo, al esperpéntico Freddy Krugar o al borracho Constantino.

—Por lo pronto, ai se las van dando con las personas que están compartiendo sus corazoncitos.

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