La comadre Liz Algrávez


La comadre Liz Algrávez debería de comportarse educadamente y bajarse un poquito de la demagogia para evitar que sea mayor el desprestigio que se carga. Es cosa ya de desvergüenza comparar al Gilberto Licona, partidario de la inoculación mediocre de la literatura, con el «yo trascendental» de un Paul Verlaine, de un Guillaume Apollinaire, de un Vicenzio Cardarelli o de un Camillo Sharbari.

—Y búsquenle la cuadratura al círculo y verán cómo terminarán con la chompeta reseca y con una especie de baba jabonosa escurriéndole de sus bocas.

Leamos un fragmento de esta ñorsa que ya es considerada como la hada madrina de las letras liconianas (pero... por favor, no se rían; guarden compostura):

«Son textos que pudieron florecer bajo la noche de Paris hace 50 años, y bajo la noche italiana hace 100 años, pero nacen aquí, es esta ciudad, sin falsas pretensiones, en donde Gilberto Licona no pide el jardín del edén, sino vivir en un jardín menos jodido, sus metáforas para cantar el sueño de la amada son igualmente urbanas: el sueño tranquilo de los semáforos en rojo, y una trasgresión en el tiempo, que trae a Heráclito hasta el río Tijuana, porque aunque los textos de Licona no tengan falsas pretensiones, tampoco son simplistas, son de un lenguaje puro, cabal, que dice lo que debe decir, sin palabras más ni palabras menos, fluye para el lector, se deja entender, pero también encanta, sustenta la música en la rima interna algunas veces, en la repetición otras, en la aliteración las menos, pero hay ritmo, el texto se abre paso con su sinceridad de corrientes de agua límpida antes de desembocar en el río Tijuana y contaminarse de jeringas, de excremento, de basura; el torrente de palabras de Licona sale intacto, llega victorioso hasta el lector y deja ese gusto de agua fresca para quien tiene sed de una poesía que diga, que signifique, que hable desde el corazón y nos deje ver esto que no conocíamos de Gilberto...».

—¡Ándale, ándale! A la conchita hoy le tocó la suerte de ser la hazmerreír.
—Bueno, ya estuvo; basta de gracejadas. ¿De cuál fumaría la manolina?

Ante todo, la estrategia del loro enyerbado; cotos de lambisconería y complacencia en torno a la nada. Más que a una literata, la licenciada Algrávez semeja a una repugnante vieja alcahueta. Y pobre de aquel tontoculo que caiga hechizado y se deje llevar por esa “límpida sinceridad”, pues acabará contaminado de jeringas, excremento y basura. Toda la verborrea que la ruca suelta en su bártulo es pura cábula; detrás de su frenesí se aboceta un acto de politiquería barata.
Muy zorrocloca para el camelo nos ha salido la exfuncionaria culturosa.

—Como si de veras lo que escribe el Licona pudiera ser lo que la rucaila zalamea.

Al chendear al Gilberto Licona como si fuera un artífice de altos grados de elaboración estética, la repentista Algrávez subordina la literatura a la metafísica, porque volteándole al bato la cachaza de excelso poeta, lo que se descubre en tal bambolla es la pinta real de un tosco y apresurado contrabandista literario.
Desprovista de hueso alguno que mordisquear, ahora a la señora Algrávez tiene tiempo suficiente hasta para evangelizar canónigos. Pero sus planteos no se pueden aceptar, pues habla de un refinamiento exagerado en pro de los textos del Gilberto Licona y, prescindiendo de un mínimo análisis estilístico, arenga en sus parrafadas que el mentado libraco, «Bajo la noche tijuanense», es un detonante de «auténtica poesía», de «bendita locura» y «que ha sido preparado con gusto y con pasión, además de finos ingredientes y buena mano».
Detrás de ese aprecio y magnánimo reconocimiento hay un discurso plastiquero y de mucha soba, amontillado en la ingenuidad, la ignorancia y la conveniencia camelera. Jaleo de bombo y palma, tiroteo de cohetes cortijeros y retintines de campanillas y cencerros.
Contrariamente al supuesto «banquete preparado ex profeso», lo que el chafado Licona ofrece en su impúdico panfleto «Bajo la noche tijuanense», es un desaguisado de letritas ranciadas, una intoxicación de palabras en las que se percibe la languidez poética. Trufado impudor cuasiliterario que —a pesar de estar respaldado por la mitomanía autopublicitaria— irrumpe para esfumarse en un abrir y cerrar de ojos.

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