Aunque
en principio suele ser triste y repugnante, la esencia metafísica que
subyace en el acto criminal se disuelve en la rutina social y desemboca
en una tesis de poder que subvierte la moral burguesa. No es una suerte
de «weltanschauung», pero su aplicación práctica destruye valores (y su
reacción es rápida si son los chalinos o los mangueras quienes le den
pábulo). Sus efectos síquicos se trasladan
al proceso social para encontrar fundamento y justificación en
cuestiones muy prácticas y concretas, es decir, objetivos inmediatos que
revisten el carácter de crimen organizado o desorganizado. Asi, por
ejemplo, si dos fulanos «A» y «B» carecen de empleo, están en la vil
ruina y no tienen expectativas laborales en la estructura formal de las
relaciones sociales de trabajo; uno podrá resignarse a no robar, a no
secuestrar o no despachar a un tercero a la tumba; en cambio, el otro
quebrantará la ley y cometerá delito. Aunque la voluntariedad del
segundo repugne, su intención es más firme y de mayor energía para
afrontar la vida que la del primero, que sin chistar se queda en el
miserable atolladero que la moral burguesa le ha reservado y que de nada
sirven para satisfacer sus necesidades más elementales. Y aquí sale a
colación Wilhelm Reich cuando decía que «todo lo que actualmente se
llama moral o ética esta, sin excepción, al servicio de la opresión de
la humanidad trabajadora».
«Todo lo que escribo está cargado de dinamita. Mientras tenga fuerza y entusiasmo cargaré mis palabras con dinamita. Sé que mis verdaderos enemigos, los tímidos y los arrastrados, no se enfrentarán a mí en un combate justo. Sé que la única forma de entrar en contacto con ellos es alcanzarlos desde dentro, por el escroto, tiene uno que subir por dentro y retorcer sus sagradas entrañas» Henry Miller
Francisco Morales en la dote cultural de nuestras miserias locales
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