Induciendo al consumo de bienes culturales, se parte
de la convicción de que la literatura es ahora más chingona; y, a contrapelo de
lo que sucedía en otros tiempos, el arte se privilegia como producto de mercado
y el canon literario se postula desde la industria editorial. La literatura se
contiene en un desaforado discurso —pobre, maltrecho e incoherente— en el que
se habla de todo y de nada al mismo tiempo. O sea, la literatura como apéndice
de lo que ayer fue literatura. El castigo para el literato es una colectividad
analfabestia, una gran masa de apáticos no-lectores y un yermo de ágrafos. Y la
única regresión al pasado clásico, como los «post-arieles» de Enrique Rodó, es
la gran cultura del gran privilegio; el gran gusto de la pequeña burguesía
hacia los superdotados de la aristarquía seudoliteraria de los supuestos genios
de chafetán.
«Todo lo que escribo está cargado de dinamita. Mientras tenga fuerza y entusiasmo cargaré mis palabras con dinamita. Sé que mis verdaderos enemigos, los tímidos y los arrastrados, no se enfrentarán a mí en un combate justo. Sé que la única forma de entrar en contacto con ellos es alcanzarlos desde dentro, por el escroto, tiene uno que subir por dentro y retorcer sus sagradas entrañas» Henry Miller
Francisco Morales en la dote cultural de nuestras miserias locales
Y el poeta, compinchado en la rémora de las instituciones cultureras del gobierno empresarial (IMAC, CONACULTA, FONCA, ICBC, CECUT), proporc...

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