Al adjudicarle a
alguien el calificativo de «gacetillero», en sentido positivo, me excedo porque
su auténtico significado corresponde a un periodista de muchos huevos, a un
progresista, avanzado, revolucionario, contestatario. Y para demostrarlo
recurro a la historiografía. Antes de que se promulgara en México la
Constitución de Cádiz de 1812, Joaquín Fernández de Lizardi, en El Pensador
Mexicano, pápiro del cual fue su fundador y editor, escribe al virrey Francisco
Javier Venegas pidiéndole que derogue el decreto del 25 de julio de 1812 en el
cual «se condena a la última pena a los jefes o cabecillas, a los oficiales de
subteniente arriba, a los eclesiásticos del estado secular y regular que
tomasen participación en la revolución y a los autores de gacetas o impresos
incendiarios...». Ejemplos claros existen para dar fe de la manera en que se
deshilacha la figura del periodista cuando el aprendizaje de su profesión no es
fácil o se ejerce a la bravota. Y para dar chirrín con llave, remato con esto:
hay cabrones que mejor prefieren estarse cogiendo una puta que dilucidar
chingaderas como las que aquí adobo. Y, otra cosa: siento informarles a los
dolidos que mi trabajo escritural lo realizo con base en mi propio criterio y
convicción, y no a petición de nadie, ni con especulaciones pundonorosas de
doble moral, ni a la usanza sensacionalista.
Acepto los
fetiches, pues a mí me enseñaron a respetar las quimeras, siempre y cuando
fueren propuestas de innovador empuje y no premisas de porvenir dudoso. Lo digo
porque no siempre es la coherencia la que triunfa; regularmente —y por
desgracia— suelen ser las acciones elásticas y mediocres las que salen avante,
debido a que cumplen muy bien su compromiso con el idealismo. O sea, el que se
va con la rama de laurel es un don nadie o un esnobista. Mientras aquellos que
permanecen en la retaguardia y en los rincones oscuros de la fama son gente
como Joaquín Fernández de Lizardi o Francisco Zarco.