El ser humano requiere de un discurso como expresión
de su conciencia, es decir, de un lenguaje que nos traiciona y se vuelve
cómplice de nuestros enemigos. El lenguaje, siendo lo más íntimo y cercano a
nosotros, al ser expresado nos abandona y transformado en discurso ya no nos
pertenece. Nuestras palabras son la mejor arma que un enemigo puede usar en
contra de nosotros. Nos damos a conocer por medio de la palabra, lo que permite
saber de cuál patea cojeamos; medir fuerza y temperamento, y prever qué
posibilidades existen para un triunfo o una derrota. La palabra siempre guarda
un sentido, aun siendo incoherente exige interpretación; es un resultado de lo
que somos, una dispersión de nuestra existencia, es parte de la vida. Las palabras
son una huella de nuestras convicciones, anhelos, frustraciones, odios,
emociones, miedos y angustias. Revelan los secretos más recónditos. La única
manera de evadirse de ellas es a través de la muerte, pero esa ruptura de nada
sirve porque ellas se quedan y nosotros nos vamos.
«Todo lo que escribo está cargado de dinamita. Mientras tenga fuerza y entusiasmo cargaré mis palabras con dinamita. Sé que mis verdaderos enemigos, los tímidos y los arrastrados, no se enfrentarán a mí en un combate justo. Sé que la única forma de entrar en contacto con ellos es alcanzarlos desde dentro, por el escroto, tiene uno que subir por dentro y retorcer sus sagradas entrañas» Henry Miller
Francisco Morales en la dote cultural de nuestras miserias locales
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